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Juanito El Divino - 43


Aquella enorme cabeza hecha de chatarra, ahora, fruto de esa casualidad que, a veces parece ser dirigida por un duendecillo juguetón y algo malévolo con ganas de complicar las cosas, parecía tener la misma expresión del desaparecido divino. Sin duda, a causa de la enorme temperatura que había tenido que soportar, ya no era aquella rudimentaria cabeza que Juanito se empeñaba en decir que era la de Cristo en su agonía, con la corona de espinas hecha de gruesos alambres y clavos retorcidos. Ahora aquel amasijo de trozos de hierro al retorcerse a causa de del fuego ¡casualidad entre casualidades!, parecían querer formar el retrato de tan controvertido escultor. Al menos esto era lo que les pareció ver, días más tarde, a los que examinaron más detenidamente los restos de aquella explosión, pues para los primeros que acudieron a sofocar el fuego, aquel conjunto de hierros había pasado casi desapercibido ya que les pareció que era parte de una mesa de trabajo. — ¡Si!, sí, no cabe duda, ¡es el divino!, empezaron a decir ya convencidos los que, a raíz de este descubrimiento, se precipitaron a acudir para examinar aquella especie de bola de hierros que presentaba todos los síntomas de haber estado a punto de haberse derretido bajo una temperatura infernal. Como era de esperar, dado el ambiente que rodeaba un suceso de tal envergadura, la noticia de este hallazgo corrió como la pólvora por toda la población. En cuestión de minutos ya eran muchos los que se habían desplazado al lugar con ansias de comprobar la certeza de lo que les habían dicho. Era tanta la gente que se empezó a arremolinar frente a las ruinas calcinadas de aquella casa de la que sobresalía aquella extraordinaria escultura que, no tardaron en personarse algunas autoridades para poner orden y, sobre todo, impedir que se acercaran a tocar fervorosamente lo que ya empezaba a provocar expresiones de adoración. Milagro de la sugestión que ejerce este tipo de cosas en la gente, creyente o no, todo el pueblo pareció aceptar de buen grado lo que ya se empezaba a catalogar como un milagro. — Milagro sí, pero del arte abstracto, en el que cada uno puede ver lo que se le antoje, aprovechó para decir de nuevo el alcalde presumiendo de su conocimiento sobre este tema. Una vez que ya hubo corrido esta noticia por toda la comarca, su efecto fue imparable. Enseguida, la gran mayoría de la gente aceptó de muy buen grado, la estrambótica conclusión de que todo había sido un milagro. Unos por simple curiosidad y otros para reafirmarse en lo que ya creían, empezaron a recorrer aquella especie de camino de Santiago — ahora bajo el nombre del divino — que, empezase donde empezase, terminaba en las calcinadas ruinas de la casa del herrero. Todo el mundo, sin excepción, reconoció ver en aquellos hierros, ahora ya expuestos convenientemente para que todos pudieran verla sin dificultad, la cabeza de Juanito el divino. Aquella peculiar cabeza, su sonrisa imbécil, los ojillos, todo pupila, que, ahora, más que nunca, parecían dos puntos negros, parecía impresionar a todo el mundo. Fuera por efecto de contagio, no había nadie que pudiera decir que no se sentía fuertemente impresionado. Lo que más parecía estremecer a los más crédulos era la sonrisa, o mueca, o como se quisiera llamar a aquel expresivo gesto que él parecía tener siempre pintado en su rostro. Gesto que, ahora, unos simples hierros, conseguían reproducir con increíble fidelidad aquel semblante, simplón a veces, sardónico en ocasiones, pero siempre inquietante que a más de uno le tenía subyugado. Era como si ese gesto tan suyo, ahora mucho más profundo, avivara de forma muy particular todas estas supersticiones que, se quiera, o no, y sin tener consciencia de ello, suelen estar agazapadas en lo más recóndito del ser humano. Había unos que creían. Otros no, y muchos que dudaban. En fin…, lo de siempre.


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