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Juanito El Divino - 42


Éstas eran, más o menos el fondo de las conversaciones que durante días se pudieron escuchar por todos lados, y, como suele pasar en estos casos, cada cual se expresaba según sus intereses o ideologías, o, incluso, sus ganas de incordiar. Ésos que siempre están ahí para llevar la contraria, preconizaban que, todo lo que se decía eran tonterías y que, la verdad, todavía era pronto para saberla. Claro que, para la gente joven todo estaba muy claro, para ellos no cabía la menos duda de que el divino, un espíritu libre como había demostrado con su conducta, se había inmolado para dar ejemplo de lo que es la verdadera libertad. Claro que, dejando de lado todas estas conjeturas, estaba la realidad de los hechos. No había que ser muy agudo para comprender que, estando la casa - fragua del herrero en la parte más alta del pueblo, la escultura de la que tanto se hablaba, una vez que ya fue erguida para su completa terminación, quedaba expuesta a este tipo de accidentes ya que quedaba mucho más alta que el pararrayos de la iglesia. Al menos esta fue la versión que puso punto final a las investigaciones que se hicieron. En cuanto a la total desaparición de Juanito — ya que no se encontró ni el más ligero vestigio de él — se calculó que, al estar tan cerca de la explosión, o explosiones, había sido desintegrado totalmente. Un detalle que, aunque sin asegurar nada, le rendía único responsable del accidente. Ésta fue la versión final de lo acontecido que, aunque carecía de la intriga o pintoresco romanticismo de las demás interpretaciones, fue la más aceptada, no por la gente del pueblo que, conociendo de cerca al desaparecido, estaba en otras dimensiones mucho más fantasiosas, pero sí por toda una comarca acostumbrada a soportar unas tormentas que, en ciertas épocas del año, originaban rayos capaces de partir en dos cualquier casa. De todas formas, aunque esta explicación de lo acontecido, avalada, tanto por las autoridades, incluida la municipalidad al completo, y también por don Celestino, para los más puntillosos, aprovechando la ocasión para salpicar con sus malicias a quien fuera, sonreían incrédulos e insinuantes. Para enredar más el tema, como ya habían apuntado otros, responsabilizaban a quien, sin contar con nadie, se le había metido en su enorme cabeza, realizar aquella monumental escultura con toda la chatarra que encontraba a su paso. Chatarra de toda índole y peligrosos medios para manipularla por alguien inexperto, justificaba largamente que del artista no se hubiese encontrado ni un botón. De todas maneras, no se podía negar que todo este asunto resultaba muy extraño, máxime que, la gran cruz con el Cristo aún sin terminar, chamuscado todo, pero erguida orgullosamente a la espera de su conclusión, permitía hacerse algunas preguntas sobre la intencionalidad del divino. —Todo lo que se dice de él no aclara lo más fundamental, insistían en decir los que veían en lo sucedido una especie de mensaje. No eran pocos los que se preguntaban por qué aquella obra que, faltándole solamente por acabar algunos pequeños detalles, a la figura del cristo, terminada completamente según estimaban ellos, todavía no tenía soldada la cabeza. Cabeza que, a pesar de estar totalmente terminada, todavía estaba en el banco del herrero.


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Esto era lo que pudieron ver y constatar todos los que, tras los siguientes días de la tragedia, fueron visitando el lugar. Para los que no supieran de qué se trataba, aquello que, los que presumían de entender de arte moderno, decían que era una cruz con el cristo crucificado, para ellos no era más que un amasijo de hierros retorcidos como sarmientos después de haber ardido, pero, eso sí, extrañamente erguido, como desafiante al poderío de las llamas. Hierros, más o menos requemados, que el fuego había sabido impregnarles de un algo inexplicablemente patético que atraía fuertemente las miradas de los visitantes, fueran éstos de la categoría intelectual que fueran. El fuego, tal vez el verdadero artífice de aquel enorme y expresivo crucifijo, había convertido, lo material en algo tan espiritual que, no sólo a los creyentes, sino, a todo aquel que lo contemplase, le infundía respeto. El infantil conjunto escultórico — por denominarlo de alguna manera — que había realizado el polémico y admirado “artista”, ahora extrañamente desaparecido, poseía dentro de su sencillez, una magnificencia que hechizaba. Quizá a causa del fuego, los hierros habían adquirido unas formas que, aunque caprichosas, eran extremadamente elocuentes. Sobre todo, la cabeza que, separada de la escultura, había quedado suspendida del metálico armazón que fuera antes el banco de trabajo del herrero.


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