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Juanito El Divino - 41


— Y ya puestos, ¿por qué no echamos la culpa a algunos resucitados templarios tratando de resolver alguna de sus viejas rencillas a base de goma dos, gruñía el alcalde, mostrando estar muy puesto en historia medieval, cuando oía alguno de los estrambóticos comentarios que hacían algunos de sus ignorantes administrados. Lo peor era que, entre todas esas sandeces, muchas de ellas un tanto infantiloides, que sólo servían para excitar la imaginación de algunos, se mezclaban otras que, aunque no menos imbéciles, tanto en el fondo como en su planteamiento, podían llegar a causar efectos no muy deseables en una sociedad tan propensa a creer cualquier cosa. Algunas malas lenguas — que siempre las hay – insinuaban, con toda la falsa discreción que requiere este tipo de murmuraciones — o sea, esa coletilla de “que esto quede entre nosotros” —, que detrás de esas explosiones estaba una mano de todos conocida. ¡Y tan conocida que es!, decían enseguida los que les gusta redondear las ideas de otros con tal de hacer daño a quien sea. El caso es que, durante algún tiempo, tanto en las conversaciones en la taberna como en las sobremesas domingueras, no se hablaba de otra cosa más que de la terrible explosión que se había llevado al divino. Y aunque la policía y los expertos que vinieron de la ciudad para dar su veredicto, habían cerrado el caso declarando oficialmente que la causa de toda esa tragedia había sido la mala utilización de los utensilios para soldar a la autógena, y la proximidad de dos botellas de butano, la mayoría de los habitantes de Bonaterra del Godo prefirió — como era previsible —seguir especulando con el fruto de su imaginación. Verdad o mentira, todo valía. Hechos concretos o simples fabulaciones, todo se mezclaba en la mayoría de las mentes de aquella buena gente que, faltos de temas que les hiciera soñar, se lanzaban sobre este suceso como si fuera una fuente inagotable en la que poder alimentar su necesidad de fantasear. Aquel duro otoño que ya comenzaba, más frio que ningún otro de los que se pudieran recordar, al menos eso decían los más viejos del lugar, que, notando que, con este tema salían de su invisibilidad, no paraban de decir que recordaban que, en su juventud ya hubo un año que hizo tanto frio en toda la comarca, que se perdió, no sólo la cosecha de su apreciada berza, sino la de todo lo demás. En todo caso, esos días de frio precoz, cortos y desapacibles, aparte de inquietar algo a los productores de frutas y hortalizas, hicieron que, como si ya fuera invierno, nada más terminar sus ocupaciones, la gente se recogiera en sus hogares para alrededor de la chimenea celebras sus tertulias. Allí en la intimidad de familiares y amigos, contrariamente a las conversaciones que mantenían en la taberna — siempre cautas por el qué dirán — parecían desatarse las lenguas expresando, con mucho menos temor, lo que verdaderamente pensaban sobre lo sucedido al divino. — Sin querer pensar mal de nadie… ¡Que esto quede bien claro, eh!, esas explosiones que han hecho desaparecer totalmente a nuestro querido divino… pretendidamente casuales… Qué queréis que os diga… puede ser que no sean tan casuales — insinuaban esos que, sin el mínimo pudor, aprovechan cualquier ocasión para hacerse los interesantes. — Pues yo sigo creyendo que ha sido un accidente — decían otros que, tratando de cambiar la dirección que empezaban a tomar estos comentarios, Insistían en recordar lo que habían estimado las autoridades. — La guardia civil ha asegurado que ha sido un rayo atraído hacia la fragua por la enorme cruz metálica que se estaba construyendo allí que ha actuado de pararrayos.


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— ¿Sabéis que, al desaparecido divino, considerando que ya había demostrado tener poderes, ya empezaban a consultarle?… ¡Sí!, aún sin verle…, a través de la puerta — continuó diciendo el mismo intrigante, ahora más intrigante que nunca, sin hacer caso a la conclusión que había formulado la guardia civil. — Y don Celestino sigue sin pronunciarse…, y desde luego sin admitir que el divino ha desaparecido, y no a causa de la explosión… Claro que él todo lo arregla con sus rezos… — ¡Hablando de rezos! ¿Sabéis que todos los sábados por la noche acude mucha gente para rezar el rosario frente a las ruinas de lo que fue la casa del divino? —intervino bruscamente ese que, exhibiendo una sonrisa entre cínica y socarrona, parece dar a entender que, prefiere no decir todo lo que le gustaría decir, por temor a no ser comprendido.


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