Para muchos de ellos, esta oportuna intervención impediría que la candidez que mostraba Juanito en sus comportamientos, tan fuera de lo habitual, sería controlada y dirigida por alguien con la suficiente experiencia en estos temas tan trascendentales. Lo de menos era la estatua que le había sugerido, lo importante era que, a través de ese trabajo, don Celestino tenía acceso a quien no parecía ser de este mundo. Los más creyentes y, por lo tanto, los más fieles a la parroquia, pensaban que el divino, o quien se escondiera en el interior de ese personaje tan misterioso, se hacía pasar por un retrasado, para llegar más fácilmente al corazón de todos. Prueba de ello era que tenía al pueblo poco menos que subyugado. Sin embargo, aquéllos que pretendían ser un tanto escépticos sobre todos estos asuntos de fe, pero que, no obstante, iban a confesar sus “pecados” para después sentirse mejor, no desperdiciaban la ocasión para decir que Juanito, por más que ahora se le llamase el divino, no era más que, el mismo y pobre simplón que había sido durante toda su vida.
De lo que verdaderamente opinaba don Celestino sobre este asunto, nada se sabía, fuera por bondadosa discreción o por miedo a las represalias que podían lloverle por todos los lados, él prefería no divulgar sus opiniones. Claro que, también pudiera ser que no albergara ninguna idea precisa sobre este delicado tema.
— Sólo Dios sabe la verdad. Seamos humildes y respetemos su manera de enviarnos sus mensajes — decía como si así aclarase algo.
Quizá para sus más fieles creyentes esas palabras fueran suficientes para satisfacerles pues, como otras tantas cosas, todo
quedaba en manos de su omnipotente Dios, pero para mucho otros, también creyentes, pero menos, sólo servían para crearles más confusión sobre todo este delicado asunto.
Juanito, silencioso como siempre, parecía estar completamente ajeno a todo lo que no fuera su impenetrable mundo. Un espacio en el que, a poco que se analizase su comportamiento con cierta serenidad, se podía ver que él se movía en otras dimensiones. En todo caso, nada indicaba que, en ese mundo tan especial en el que Juanito parecía estar inmerso, pudiera tener cabida algo que pudieran justificar todas aquellas aprensiones que parecían albergar la mayoría de la gente en su presencia. Claro que él, incapaz de sentir animadversión por nadie — quizá por desconocer todas las innumerables facetas de la maldad humana — parecía vivir tranquilo en aquella atalaya tan suya, y tan impenetrable, desde la que él, con su obstinado silencio, parecía observar el mundo. En realidad, todos los síntomas apuntaban a que él sentía una total indiferencia por lo que la gente pudiera decir y pensar sobre él, o sobre cualquier otro asunto. Con la característica tenacidad que suelen mostrar personas tan especiales, trabajaba con verdadero entusiasmo en su obra escultórica. Casi sin salir de la fragua, siguiendo las indicaciones de su manual y las arbitrarias sugerencias de don Celestino, pasaba las horas muertas machacando, retorciendo y adaptando a su conveniencia viejos retales de hierro hasta soldarlos a la autógena al importante conjunto que ya tronaba en medio del patio que separaba la fragua de la vivienda.
Una noche, cuando ya todo el pueblo se hallaba sumido en el más completo silencio pues hasta el runruneo de la lluvia que había estado cayendo durante todo el anochecer, había desaparecido, se oyó una tremenda explosión precedida de una indescriptible luz que, durante unos instantes que parecieron eternos, dio la sensación de haber iluminado hasta las estrellas. La gente que se despertó sacudida por tan formidable estruendo, tras vencer el lógico aturdimiento que produce la sorpresa, pensó en un ataque nuclear, ¿Contra Bonaterra del Godo? — se preguntaron desechando esa idea enseguida. Eso sí, aunque opinaban que aquel fragor había sido algo tremendo, sin precedentes, pocos fueron los que se asomaron a la calle para tratar de comprender su procedencia. Atrapados entre el sueño roto tan bruscamente, y la inquietud por lo que aquel estruendo podía significar, estaban con el alma en vilo, como si inconscientemente esperasen oír otra nueva explosión. El que más y el que menos, inmóvil por la sorpresa, pensando que era un rayo anunciando una fuerte tormenta, sólo atinaba a pensar que lo único que se podía hacer era esperar bien resguardados a que amainara. Según se decían ellos buscando tranquilizarse, ésta era una de esas tormentas que, a ciertas épocas del año, solían formarse en las vecinas montañas con sorprendente violencia. No les faltaba razón para pensar así, ya que, algunas de esas tormentas que aludían, habían sido tan virulentas que los truenos hacían vibrar las casas y, según aseguraban algunos, ya de cierta edad, hasta habían hecho sonar la campana de la iglesia.