logo

Juanito El Divino - 37


Aunque muchos fueron los que, sin buscarle, estaban pendientes de él, el caso es que nadie le vio, ni por el pueblo, ni tampoco por los alrededores. Lo más chocante es que también Mozart parecía ausente, ya que un silencio total parecía envolver la casa. Sin embargo, aunque enseguida se pensó que estaría — según el hablar del pueblo — dándose “tripazos” por las montañas como ya sucediera anteriormente, enseguida se desechó esta posibilidad pues ahora sí se sabía dónde estaba. Prueba de que estaba metido en su casa era que las bolsas de comida que continuaban dejando en su puerta, se veían colgar luego, ya vacías, con una puntualidad que no permitía albergar ninguna duda de su paradero. Tres días después de tan absoluto silencio, el martilleo que se empezó a oír proveniente del interior de la Fragua confirmó rotundamente su presencia en su casa. Claro que, lo que más demostraba esa presencia era la música que empezó a sonar quizá más fuerte que nunca. Harto estaba el vecindario de estar obligados a tener que escuchar, una y otra vez, el mismo disco, y si bien se pensó en regalarle otro nuevo con otras músicas, incluso, también de Mozart, al final nadie se decidió a concretizar esta idea pensando que nada garantizaba que el contenido del nuevo disco fuera de su agrado. Músicas o no, como ya había venido haciendo desde que se quedó solo en el mundo, pasaba largos periodos prácticamente refugiado en su casa. Se podía decir que dedicaba todo su tiempo a dar rienda suelta a la vocación artística que siempre había demostrado en vida de sus padres. Según los ruidos que salían de aquella parte de la casa, en donde estaba ubicada la fragua, tanto las primeras horas de la tarde, como los atardeceres, evidenciaba su presencia allí. Sobre aquellos rumores que seguían circulando sobre aquellos extraños paseos que solía hacer por la noche, casi de madrugada, que tanto intrigaba a la gente, nada se podía confirmar. Claro que, de ser ciertos esos rumores, nadie comprendía qué podía tener de interesante encontrarse solo en medio del campo a las cinco de la mañana. Sin embargo, lo que hacía durante el día — preferentemente después de comer — todo el vecindario sabía que se encerraba prácticamente en la fragua en donde pocas personas podían tener acceso. Naturalmente que, entre los que gozaban de ese privilegio estaba don Celestino que, además, era uno de los más asiduos visitantes. En realidad, aunque él lo ignorara, como tantas otras cosas que parecía no alcanzar a ver, era el único que podía visitarle en la fragua ya que, los demás — entre los que se encontraba su vecina costurera — tenían un relativo acceso a la vivienda, y eso, sólo a ciertas horas y después de llamar varias veces a la puerta y esperar un buen rato hasta que ésta se abriera. En realidad, solamente don Celestino parecía poder visitar fácilmente a tan esquivo personaje. Claro que, si el viejo sacerdote podía realizar aquellas visitas, no era en calidad del preceptor, o consejero del joven huérfano, como quizá creyera la gente al verle entrar y salir tan a menudo de aquella casa, sino porque, la enorme estatua que Juanito estaba construyendo utilizando todos los trozos de hierros que iba encontrando a su paso, era un poco su idea. Era pues en calidad de supervisor artístico de aquella considerable escultura que quería representar la agonía de Jesucristo en la cruz, que don Celestino, siempre que podía, se presentaba en la fragua para ver cómo el silencioso artista avanzaba expresando su sorprendente creatividad. Ni que decir tiene que, Juanito, que siempre había mostrado cierta habilidad para soldar hierros y chapas, ahora, entregado totalmente en ir dando forma a aquella gigantesca escultura, parecía más ausente que nunca de lo que la gente suele admitir como indiscutible realidad.


juanito el divino

Aunque, desde el principio aquel ambicioso proyecto se realizaba con estricta discreción, parecía no ser ya un secreto para nadie. Pudiera ser que debido a algún comentario hecho por los únicos que, además de don Celestino, tenían acceso a la fragua, o sea, los repartidores del butano, o el del acetileno. El caso es que todo el mundo estaba al corriente de lo que se estaba fraguando (nunca mejor dicho) en aquella fragua. Tanto los creyentes y asiduos a la parroquia, como los que, aún sin creer, se dejaban ver en ella algún que otro domingo por aquello del qué dirán, todos aprobaban esa idea. Por primera vez, todos los habitantes del pueblo estaban de acuerdo en que don Celestino se hubiera decidido a intervenir para, con la excusa de realizar aquella enorme escultura de Cristo, que todo el mundo veía sobresalir por encima del tejado de la casa, aportarle al divino la dirección espiritual que, según ellos, tanta falta le hacía. Sobre todo, para ayudarle a administrar los poderes que el todopoderoso le había concedido, decían esos que envían cartas a los reyes magos.


juanito el divino
juanito el divino juanito el divino juanito el divino juanito el divino juanito el divino