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Juanito El Divino - 36


Ni siquiera parecía alterarle la admiración que le mostraban los que, viniendo de otros lugares sólo le conocían de oídas que, impresionados por la persona, pero, sobre todo, por su vistosa indumentaria, se les notaba algo cohibidos. Estar tan cerca de alguien del que tanto habían oído hablar, y comprobar fascinados la energía que emanaba de él, parecía intimidarles. No era para menos pues la remarcable resistencia física demostrada al poder haber estado sentado sin moverse tanto tiempo, engullendo todo lo que le daban, y observando sin parpadear la alegre algarabía que se desarrollaba a su alrededor, era para asombrar a cualquiera. La madre del novio, que había estado relamiéndose de gusto durante todo el tiempo que había durado la fiesta viendo lo guapo que estaba su hijo, vestido de etiqueta para la ocasión — cumpliendo así esa costumbre tan pueblerina de disfrazarse de Hércules Poirot para casarse —, no podía disimular su gozo. Con evidente satisfacción, miraba, tanto a su hijo, como a su extraordinario vecino. Aún más a este último ya que, gracias a su manera de exhibir el modelito que le había diseñado, ella había recibido felicitaciones por todo el mundo. Hasta los camareros, rompiendo todos los protocolos, no habían dudado en aprovechar cualquier ocasión para mostrar su admiración por su excelente trabajo. Satisfecha por el éxito obtenido, miraba y remiraba casi constantemente al portador de su invento, tratando de leer en los ojos de quienes venían a saludarle, el impacto que les causaba verle portando con tanta clase su túnica. Incluso, de tanto en tanto, con la excusa de aportarle algo de comer, se acercaba a él y, aprovechando su inmovilidad casi de maniquí, darle un pequeño estironcito aquí y allá, y colocar algún pliegue de la túnica más conforme a su afán de perfeccionismo. Luego se alejaba un poco y, mientras reía alguna gracia de algunos de esos invitados que se creen graciosos cuando comen y beben gratis, observaba el efecto conseguido. Daba la impresión de que el ropaje que vestía el divino en ese momento, le importase incluso más que el hecho de que su hijo se hubiese unido en matrimonio con una de las cuatro hijas de quien parecía que iba a ser el próximo alcalde de Bonaterra del Godo. Cuando ya todo el mundo se hubo marchado y aquel lugar, ya casi vacío, empezó a tener el aspecto de haber sufrido un verdadero tsunami, los miembros de las dos familias, que todavía parecía quedarles fuerza para recoger un poco aquel desmadre, también empezaron a dar muestras de cansancio justificando así su deseo de retirarse a descansar y dejar para el día siguiente las tareas de limpieza, o de reconstrucción del lugar, según se quisiera mirar. Ya en la calle, ni que decir tiene que, unos y otros se fueron despidiendo, en principio hasta el día siguiente, pero, a juzgar por el desmedido entusiasmo que ponían en sus largos abrazos, y sus repetidos nuevos besuqueos, daba la impresión de que lo estaban haciendo como si ya no se fueran a ver nunca más. Los que parecían estar todavía en plena forma, eran los familiares del novio, sobre todo su madre, que, como había estado haciendo durante toda la fiesta, observaba todo, y a todos, como si fuera ella la responsable de que aquella boda tuviera éxito. Por supuesto que, entre todas sus preocupaciones, lo que parecía ser más importante para ella, era todo lo concerniente a Juanito, y no sólo por su indumentaria, sino, porque no le faltase en ningún momento, ni la bebida ni la comida. Ahora, en el momento de dar ya por finalizados todos los festejos inherentes a la boda, argumentando que eran sus vecinos más próximos, insistía ante los demás que sería ella y su familia la que acompañaría hasta la mismísima puerta de su casa a tan ilustre invitado.


juanito el divino

Al final, y tras uno de esos tontos debates que suele generar el haber comido y bebido en exceso, — como era el caso —, se pusieron de acuerdo en acompañar al divino quien así lo desease. Al final, todos los que se encontraban con ganas de seguir la fiesta, fueran vecinos o no, se unieron al grupo de los familiares del novio para acompañar al divino a su casa. Con Juanito en el centro, y, como no podía ser de otra manera, la madre del recién casado, cuidando en todo momento de que ninguna parte de la célebre túnica rozase el empedrado de la calle, aquella pintoresca comitiva se dirigió a través de las desiguales callejas del pueblo hasta alcanzar la puerta de casa de herrero. Todavía allí, mientras que, con evidente desgana, el que más y el que menos, prolongaba las conversaciones que precedían la despedida, la infatigable creadora de túnicas todavía daba algún toque a la que portaba el también infatigable Juanito. A partir del día siguiente, ya nadie volvió a ver al divino.


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