En esta ocasión, la mayoría de los asistentes, ya con la mente puesta en los emparedados y las distintas bebidas que se ofrecía en la taberna próxima a la iglesia, no estaban como para echar en falta a don Celestino. Claro que tampoco repararon que no se asomara a la puerta del templo, ni siquiera para recoger las felicitaciones que — como si fuera un torero que ha realizado una buena faena —, la gente suele hacer al sacerdote tras las bodas, No obstante, su reaparición en la vecina taberna unos cuantos minutos después, tuvo una buena acogida ya que, él, todo sonrisas, y con aires de triunfo, se vio obligado a ir rechazando el aluvión de canapés y vinos que todo el mundo le iba ofreciendo.
Todavía impregnados los cerebros de los cánticos de las mejores voces del lugar, y cansados de tantas incómodas genuflexiones, ahora, entre los bocadillitos de jamón y chorizo, se agitaban todos creando un ambiente festivo. Alegres y bullangueros, formando desiguales grupitos que se saludaban a gritos, aunque estuvieran a tan sólo unos cuantos centímetros unos de otros, conseguían causar la admiración de los que sin estar invitados los saludaban como si también formaran parte del festejo. El más nutrido de esos grupos era, como es lógico, el que formaban los recién casados y sus respectivas familias. También el divino atraía a un grupito. Embutido en su flamante túnica, aparte de la novia y su exuberante vestido, era el que más agasajos recibía. En algunos momentos, daba la impresión de ser el mismísimo Papa que, sin decir palabra alguna, saludaba con la impenetrable sonrisa que parecía tener instalada en su oronda cara, a los que se iban acercando a él como si buscaran su bendición.
Terminado aquel preámbulo de aperitivos diversos además de los abundantes cacahuetes y patatas fritas, celebrado dentro y fuera de la taberna del pueblo, la gente se fue dispersando. Como obedeciendo a una determinada señal, todos los invitados, o sea, todos los bien vestidos, se dirigieron al local en el que les servirían la cena en la que, aunque se suponía que era una sorpresa, todos sabían en lo que consistía. Según rumores, uno de los platos que iban a servir eran gambas al ajillo. La verdad es que, a juzgar por la celeridad con la que se personaron todos los invitados en aquel limpio y profusamente adornado salón que todavía olía a lejía, dejaba adivinar la atracción que ejercía en ellos la promesa de aquellas dichosas gambas. Una vez ya hubieron entrado todos al local, entre vivas, aplausos y demás muestras de regocijo — todo ello manifestado en el más rústico estilo que imaginar se pueda —, cada cual se fue sentando en donde le indicaba el papelillo con su nombre que estaba situado en el primero de los platos de la pequeña pila que se hallaba rodeada de multitud de cuchillos, tenedores y cucharillas. A Juanito le colocaron en uno de los extremos de la mesa de honor, o sea, al lado de los testigos que estaban sentados junto al joven matrimonio. Cómodamente instalado allí, Juanito ya ni se movió. Manteniendo en su rostro de sandía una de aquellas expresiones que, según el momento, podía interpretarse como la mueca de alguien que pasaba por ahí, o la sonrisa del que se sabe que va a comer y beber gratis. No obstante, sus ojos, todo pupila, parecían observar, con aire condescendiente, el alboroto que los demás invitados organizaban a su alrededor antes de sentarse.
Así, erguido en su asiento como un juez de opereta, permaneció imperturbable en todo momento sin abrir la boca si no era para engullir todo lo que, unos y otros, obsequiosamente, no paraban de ponerle en su plato. Unas cuantas horas más tarde, cuando ya, agotado todo lo comestible— incluidas las célebres gambas sumergidas en aceite picante y ajos enteros — y casi todo lo bebible, a juzgar por los gritos con los que se expresaban los que todavía les quedaba algo por decir, la gente empezó a moverse. Como si se hubiesen puesto de acuerdo, se fueron levantando de sus asientos dispuestos a utilizar la energía que les quedaba, para bailar, o simplemente merodear entre las mesas, o, como hicieron algunos, prepararse para regresar a sus casas. Claro que, no sin antes pasar a cambiar impresiones entre los pocos que aún permanecían sentados, y, principalmente, saludar o despedirse de los miembros de las familias de los contrayentes y, como no, rendir un respetuoso agasajo a Juanito que, como si no hubiera pasado el tiempo por él, se mostraba imperturbable, exhibiendo la misma extraña sonrisa que mostrara al comienzo de la cena. Sin mostrar la más ligera muestra de fatiga, y sin acusar haber satisfecho totalmente el envidiable apetito con el que había colaborado al resplandor de aquella fiesta, recibía impávido todos los saludos que le dirigían.