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Juanito El Divino - 34


La única que rivalizaba con él, robándole protagonismo, era la novia que, con un vestido blanco tan enorme que seguramente se la podría apercibir desde un avión que hubiera pasado por allí en ese momento, parecía flotar entre la gente que la rodeaba. Como es tradición entre los muy ricos y, parece ser que, también entre los muy pobres, esos vestidos suelen ser los que utilizaron las madres, o, incluso las abuelas. En concreto, éste que ahora cubría el anguloso cuerpo de la novia, no podía ocultar que había envuelto a más de dos generaciones de muchachas. En realidad, excluyendo las flores, todo lo que lucía la novia tenía un mínimo de noventa años.


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Sin embargo, el novio, imbuido de la solemnidad que requiere estar a punto de convertirse en marido de alguien hasta la muerte, en este caso por obra y gracia de don Celestino, parecía estar drogado. Claro que, como es normal en tales eventos, era el oficiante de la ceremonia el que sobresalía de entre todo el mundo por su indumentaria. En esta ocasión, don Celestino, aunque bastante eclipsado por Juanito y su túnica, se notaba que, en cuanto a indumentaria, había puesto toda la carne en el asador. La casulla, aunque rancia, se veía que había sido elegida para impresionar, lo mismo que todo lo que componía la indumentaria de los grandes acontecimientos. Claro que, todos aquellos dorados, vistos en la calle y pleno sol, le hacían parecer un tonto buscando un camino. Claro que, para todo el gentío que le rodeaba, aquella indumentaria era decisiva para hacerles sentir que estaban asistiendo a algo grandioso. En los pueblos pequeños, estén invitados o no, casi todo el mundo considera un día así, como si fuera festivo. Sobre todo, que, además de ser domingo, habiendo amanecido el día radiante de luz, lo que ya propiciaba un buen ambiente, parecía generar tanta alegría que era imposible no contagiarse. El único que no se sentía feliz era el soso de don Celestino que, nervioso y más desorientado que de costumbre, andaba de un lado a otro como pollo sin cabeza. Se veía claramente que no podía dominar su malestar, sobre todo, al ver al radiante Juanito que, en esos momentos, iluminado por la luz que parecía irradiar su túnica, atraía todas las miradas. Incapaz de poder disimularlo, el pobre cura parecía bastante irritado porque alguien como Juanito —un disminuido digno de lástima se diría a sí mismo para tratar de frenar su enojo — le estaba robando el protagonismo. Claro que, enseguida suavizó mentalmente su incipiente enojo al encontrar sumamente ruin su actitud respecto a un pobre desgraciado. No obstante, seguía fastidiándole que todos los que habían acudido a la boda, le rodearan admirativamente como si fuera alguien importante. — “¡Incluso le llaman el divino! ¡Delante de mí, el cura del pueblo, y en la puerta de mi iglesia!” — se decía sumamente contrariado don Celestino viendo a Juanito — en esos momentos, casi su rival— tan risueño y evidentemente satisfecho dentro de su aparatoso y llamativo vestido. Tal vez lo que más le encrespaba era tener que soportar el notorio ninguneo que se le infligía a él, no sólo como persona, sino que, también, como el único representante del todopoderoso en aquel pueblo. Claro que, como no podía decir nada al respecto y mucho menos liarse a mamporros con toda aquella gente, trataba de sonreír a unos y a otros como si, así, pudiera recoger algo de la simpatía que, tan a manos llenas, le estaban otorgando al de la túnica. La verdad es que, tal y como se veía él en ese momento metido en aquella usada casulla que parecía haberla estrenado San Jerónimo, no era como para poder competir con la impecablemente planchada túnica confeccionada con evidente entusiasmo por la madre del novio. Teniendo en cuenta el estado de ánimo que podía tener en esos momentos debido a todos estos pequeños sinsabores, no era de extrañar que se limitase a cumplir estrictamente con el ritual, y poco más. Después de celebrar misa y dirigir unas confusas palabras a los congregados que, excepto él, nadie podía estar seguro de haber comprendido y otras tantas, de parecido estilo, en dirección de los novios que, atontados como se les veía, parecían estar ausentes, procedió a dar por terminada esa ceremonia que pretende unir para siempre, a dos seres completamente distintos cuando no, antagonistas. Ya en la sacristía, y una vez que todo parecía haber quedado atado y bien atado — según el rito — y, según las leyes terrenales, debidamente firmado por los testigos de tal compromiso, don Celestino, tras saludar a toda prisa a contrayentes y testigos, desapareció rápidamente, y ya no se le volvió a ver hasta la hora de los aperitivos que, en estos casos, suelen preceder la esperada cena. Claro que, todo el mundo atareado en cumplir con el monstruoso besuqueo que se organiza después de celebrar estas ceremonias, nadie notó su ausencia.


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