Sabiendo de antemano los gustos tan sofisticados que sobre su propia indumentaria había desarrollado Juanito desde que murieron sus padres — divulgado hasta la saciedad por el chismoso cartero — enseguida se pusieron de acuerdo en todos los detalles de este regalo sorpresa. Sin pensarlo más, se pusieron manos a la obra para confeccionarle este nuevo traje. Fue la mujer de Pepe, o sea la madre del novio la que tuvo la idea de diseñar y realizar una bonita túnica para que el ilustre vecino la luciese el día de la ceremonia.
— ¿Te gustan las túnicas? ¡Pues vas a tener la más bonita que nunca hubieras podido imaginar! —, se decía a sí misma mirándose al espejo como si la que veía reflejada en él fuera una indiscutible cómplice.
Siendo ella la más indicada para efectuar ese trabajo, ya que, en los ratos libres que la dejaban sus tareas domésticas, además de remendar las ropas de su marido e hijo, también cortaba y confeccionaba alguna que otra falda para sus vecinas, todos estuvieron de acuerdo en delegar en ella la creación de ese trabajo.
No fue fácil encontrar disponible a Juanito para ensayar en él las pruebas que requería tal confección, y aún fue mucho más difícil conseguir que no se percatase de lo que se estaba tramando, tratando de ocultárselo hasta el día
del ensayo final. No obstante, con mucho tacto y paciencia, y no pocas argucias de toda índole, se consiguió ir ajustando correctamente la tela a la extraordinaria morfología del destinatario de aquella original
creación, poniendo especial cuidado en que no pareciera una especie de tienda de campaña envolviéndole el cuerpo.
Desde que había vuelto de su escapada a las montañas, Juanito no parecía tener tiempo para nada, ni para nadie, enfrascado en construir extrañas figuritas con los retales de hierro y
demás desechos metálicos que su padre había ido dejando en un cobertizo que él mismo había construido en un rincón de la fragua, pasaba la mayor parte del día entregado a esta absorbente actividad. Ahora, alentado
y guiado por lo que iba aprendiendo en aquel grueso manual que el cartero, sin saber el contenido, había acarreado metido en una gruesa caja durante unos días, no tenía tiempo para dedicarlo a otra cosa.
Ayudado por las enseñanzas que iba extrayendo de aquel grueso libro, sobre las técnicas más elementales de la escultura metálica, daba rienda suelta al interés que siempre demostró por ir uniendo,
a su capricho, diversos trozos de hierro o gruesa chapa, hasta lograr construir unas extrañas figuras que su padre, desde el principio, ya catalogaba como esculturas cargadas de simbolismo.
Precisamente, ese libro fue el último regalo que le hizo su difunto padre. El buen hombre, pensando que su hijo tenía potencial artístico, y que ese libro podría serle de gran utilidad,
sin decirle nada, unos días antes de su muerte, lo había solicitado para él a una editorial portuguesa que le había recomendado su proveedor de materiales.
Como ahora no tenía que ocuparse de nada más que de desarrollar su pasión artística, puesto que la vecindad seguía procurándole las cosas más básicas, no hacía otra cosa que pasar el día construyendo bajo las mismas notas de Mozart,
aquellas extrañas figuras que retocaba una y otra vez antes de colocarlas en cualquier lugar de la casa.
Solamente, cuando el pueblo dormía, eligiendo los caminos que él sabía que no encontraría a nadie, seguía saliendo a dar largos paseos bajo la complicidad de las estrellas.
El día de la boda estaba imponente embutido en aquella túnica tan especial que le habían confeccionado a su medida.
Nada más verla, se notaba claramente que había sido elaborada con exquisito primor. Parecía un tribuno romano recién salido de una de esas películas hollywoodienses “pretendidamente históricas”. Esos patéticos panfletos que, como si fueran parte del plan Marshall que se puso en marcha para alimentar parte de la Europa pro USA, inundaron también sus mentes hasta llegar a calificar de malos malísimos a los pobres indios que no se dejaban robar sus tierras pacíficamente. Claro que, en aquel pueblo, como sucedió en toda España, de aquel publicitado plan Marshall, tan sólo llegaron esas películas porque, la comida y los dólares se fueron para otros lugares.
En esta boda, aunque el decorado no fuese tan impresionante como en aquellas películas californianas, al menos era auténtico y no de cartón piedra. En vez de palacios — sólo fachada —,
lo que se veía de fondo eran casas modestas pero hechas con verdaderos ladrillos y adobes. Ni que decir tiene que Juanito y su túnica destacaba, y mucho, entre todos aquellos endomingados lugareños.
Claro que, aderezado de manera tan exótica no era de extrañar que diera la impresión de ser el personaje más importante, y no sólo del grupo que formaban los invitados, sino de todo el pueblo. Por supuesto que destacaba más que el novio.