Fueran asiduos participantes, o no, de aquella verdadera campaña de anónimas donaciones, todas esas buenas gentes, algo ingenuas tal vez, sentían que estaban haciendo lo que se tenía que hacer para ayudar a alguien tan especial. Un huérfano tan particular que, entregado — como ya se daba por hecho — a otras actividades de mucha más altura, sería incapaz de ocuparse de sí mismo. En todo caso, fuera para sentirse generosos, o para ganarse el afecto de quien ya era conocido por hacer cosas extraordinarias, lo que había empezado como un simpático gesto de unos cuantos, ya se había convertido en un deber para muchos. No cabe duda de que, a cambio de tomates o judías, o algún otro producto de temporada, aquellas gentes tan crédulas dormían tranquilas sabiéndose redimidas de sus ocasionales pequeñas malicias. Hasta es posible que algunos pensasen que, con todas estas buenas acciones, estaban haciendo méritos para conseguir
esa gloria eterna que les habían prometido desde su infancia. Obtener la eternidad a cambio de practicar un poco la compasión, era un buen intercambio.
¿No era eso lo que intentaba decirles los domingos don Celestino?
Mientras toda esa buena gente se debatía intentando comprender el fondo de esos enrevesados mensajes tan espirituales, el corpachón de Juanito, sometido a un exuberante régimen dietético, hacía que se su hercúlea reciedumbre se consolidase, cada día un poco más. Sólo aquellos pocos que no estaban de acuerdo con aquella especie de trueque de alimentos varios a cambio de obtener asegurada una eternidad sin sobresaltos, se mostraban escépticos esperando la reacción de don Celestino cuando decidiera manifestarse sobre el giro que se le estaba dando a la mayoría de sus pláticas.
“Un día u otro tendrá que poner orden ante este desvío espiritual” — decían algunos a punto de perder la paciencia. No podían comprender la parsimonia del cura, por no decir la total dejadez que mostraba en todo lo referente a Juanito. No podían aceptar la tibia actitud del representante en la tierra del verdadero y único Dios ante aquel verdadero desmadre espiritual. Los argumentos que, de tanto en tanto, esgrimía aquel viejo asotanado para calmar esos agitadores, no les satisfacía. Por mucho que tratase de explicarles — con la misma monótona voz que utilizaba en sus homilías — que cualquier generosa actitud era bien recibida por el todopoderoso, no conseguía sus propósitos.
— La fe en Dios, no necesita que yo vaya de puerta en puerta intentando convencer a nadie de lo que ya va incluido en esa fe— respondía él en situaciones extremas, con una solemnidad no exenta de cierta irritación, a los que le instaban a que visitara a Juanito para frenar aquella estúpida admiración hacia un personaje tan ambiguo y que, para colmo, se hacía llamar el divino.
Como era de esperar, no faltó quien se atrevió a insinuar que, si don Celestino eludía enfrentarse con quien tan rápidamente había sabido cosechar aquella indiscutible importancia en toda la comarca, sería por alguna razón nada banal e inconfesable. Sin embargo, contrariamente a la cautela observada por el cura para quedarse al margen de todo este asunto, muchas personas entre las más influyentes del pueblo, incluidas algunas autoridades municipales, daban la impresión de aprovechar cualquier oportunidad para demostrar su simpatía por el popular personaje. Prueba de esa especie de devoción hacia él, no era sólo su actitud benevolente ante quien parecía no reconocer autoridad alguna, sino que se le beneficiaba en todo lo que se podía.
— No hay nada anómalo en la conducta del joven huérfano que justifique otra intervención que la de ayudarle en todo lo que se pueda — refunfuñaba un tanto airadamente el mismísimo alcalde ante quien trataba de afearle su benevolencia con quien sembraba tanto desconcierto. “No sólo como alcalde, también personalmente yo apruebo esa caridad tan elogiable que está demostrando la mayoría de mis paisanos con alguien que, dicho sea de paso, goza de toda mi estima” — concluía con la autoridad que le otorgaba su posición.
Tenía que ser algo más que simple estima lo que inspiraba el huérfano, pues, de no ser así, ninguno de los notables del lugar hubiera presumido de haber tenido sendas entrevistas con él. Cada uno a su manera, afirmaba haber hablado con él en privado sobre temas de gran interés. Quizá para hacer más creíbles esas reuniones, y también para evitar tener que repetir lo que supuestamente había dicho él, no se olvidaban de apostillar que, como era habitual en su conducta, no había estado muy locuaz. También había algunas personas que, aunque no le habían visto, ni siquiera de lejos, desde el entierro de su padre, se permitían “con tal de salir en la foto”, afirmar lo contrario.