No era de extrañar que, siempre curiosos por descubrir algo nuevo, cuando por casualidad, o intencionadamente, pasaban por delante de la puerta de aquella casa, nadie podía impedirse de mirar esperando tener la suerte de poder ver al de la túnica, pues ya no era un secreto para nadie que el divino, desde que había regresado de los montes, usaba túnica en lugar de pantalones como solían hacer la mayoría de los hombres.
— ¿Qué habrá sucedido en su cita en las montañas para que él adopte esta costumbre? — se preguntaban intrigados aquellos que se interesaban por las peculiaridades de Juanito.
Desde luego, ya sin albergar ninguna duda sobre la veracidad de esta noticia. Aunque todo este tema de la túnica no era más que una ocurrencia del cartero, al ser corroborada por todos aquellos que decían haberle visto vestido así a su vuelta a casa, ya nadie dudaba de su veracidad. Incluso, había quien aseguraba que, a partir de entonces, muchas noches, le había visto regresar a su casa un poco antes del amanecer vestido de esta manera tan extraña y con un largo bastón en la mano.
En poco tiempo, todo lo que pudiera ser verdad, mezclado a algunos hechos ya retocados y manoseados mil veces, más toda esa afectada fantasía que engendra toda clase de supersticiones y temores varios, se fueron mezclando hasta hacer de Juanito un personaje cada vez más irreal. En todo caso, le habían convertido en “ese alguien”, extraordinariamente distinto que, la mayoría de la gente necesita para poder admirar. Y poco importa si es burdamente inventado, lo que importa es que sirva para sublimar las mediocres fantasías de quienes necesitan encontrar esa válvula que les libere de la presión que ejercen sus temores existenciales.
— Los humanos… ¡Ya sabéis! — hubiera seguido diciendo como coletilla el perspicaz cartero — somos tan débiles… Algunos, incluso estamos dispuestos a creer en cualquier cosa con tal de llenar el vacío que nos origina ese indescriptible temor a la nada.
Como no podía ser de otra manera, dado el ambiente que se había establecido en torno al llamado divino, no pasaron muchos días para que alguien sintiera la necesidad de redimirse, o por simple casualidad, o cualquiera sabe por qué, llamó a su puerta para interesarse por sus necesidades cotidianas. Después de golpear dos veces aquellas viejas maderas con los nudillos sin obtener respuesta, tuvo la ocurrencia de pasar unos minutos más tarde para colgar del enorme tirador de hierro forjado — orgullo del difunto herrero — un taleguito de tela con dos barras de pan en su interior. Después de estar unos minutos a la expectativa por si oía algún ruido en el interior, otro que la conocida música, optó por gritarle a aquellas maderas, originalmente pintadas de verde, que ya vendría al día siguiente para saber si necesitaba otras cosas. Sin embargo, no había recorrido ni dos metros que algo la hizo volver sobre sus pasos.
— ¡Mira…! — empezó a decir, pero callándose rápidamente antes de pronunciar nombre alguno. No era el caso de decir a gritos, ¡cómo está usted señor divino! No era tan tonta — se dijo a sí misma guardando silencio, sobre todo, al ver que otra mujer, que en ese momento pasaba muy cerca de ella, la saludaba con una sonrisa difícil de interpretar.
— Soy una de tus vecinas…, la hermana de Julián… — dijo cuando volvió a encontrase sola — Aquí te dejo dos barras de pan…, por si tú no puedes, o no quieres salir, ¿vale? Si necesitas alguna otra cosa, sólo tienes que decírmelo, ¿sabes? A mí no me cuesta nada hacerte cualquier recado — añadió alejándose de allí rápidamente.
Como algo más tarde comprobó que aquel taleguito estaba vacío de su contenido, los siguientes días ya fue dejando, además de pan, algo de fruta. A partir de entonces, ya no faltó el día en el que no hubiera alguna bolsita colgada del tirador de la puerta con algún comestible en su interior. Lo mismo que suele pasar con todas las cosas que se suelen repetir espontáneamente, sean simbólicos, o como en este caso, simpáticos pequeños detalles anónimos, enseguida se convirtió en una costumbre. Lo cierto es que no tuvieron que transcurrir muchos días para que estos actos voluntarios, como si fuese una obligación insoslayable se repitieran incluso varias veces al día, sobre todo, por los vecinos más cercanos. Cómo si fueran ofrendas, empezaron a verse colgadas en cualquier parte cercana a la puerta, bolsas con diversos alimentos, o cualquier otra cosa que se les fuera ocurriendo a tan generosos vecinos, con tal de mostrar, a su manera, su amistad a quien consideraban como alguien muy especial. Todo un personaje que, con su recrudecido silencio y total aislamiento, mantenía en vilo a buena parte de aquella comunidad. Y aunque algunos presumían de haber hablado con él, la verdad es que nadie lo conseguía, es más, ni siquiera le veían.