logo

Juanito El Divino - 27


Nada más cruzar el pequeño espacio que hacía las veces de recibidor y asomarse a la pieza principal de la casa, que servía de salón, de comedor, y en circunstancias excepcionales, también de dormitorio, ya que había una especie de catre instalado en un lateral de la estancia que habitualmente hacía de sofá, el señor Julián y los que le seguían, se detuvieron en seco al encontrarse, como por arte de magia, frente al mismísimo Juanito el divino. Éste, que, en aquel momento acababa de terminar de comerse, toda la fabada hasta dejar el plato completamente limpio — que a pesar de ser la séptima que se había comido en diez días, le había sabido a gloria bendita — sin moverse de donde estaba sentado, los miró impasible sin acusar sorpresa alguna. Completamente descansado tras haber dormido casi doce horas seguidas de un sueño espeso como dicen que es el de la muerte, se apreciaba en su gesto una potencia física que asustaba. Sobre todo, que, ágil como un conejo perseguido, se puso en pie hasta quedarse inmóvil visiblemente impresionado por el pánico que, tras su gesto, veía reflejado en los ojos de aquellos inoportunos visitantes. En realidad, verdaderos intrusos que atiborradas sus mentes de todas las tonterías que habían estado escuchando durante días sobre la persona que ahora tenían delante, no sabían qué decir ni qué hacer. Fascinados como unos simples pajarillos frente a una serpiente, sólo les faltaba postrarse a sus pies, tal era la influencia que ejercía en ellos todo lo que en esos instantes les hacía sentir su intoxicada imaginación. ¿Extraterrestre?, desde luego que no, pero algo excepcional tal vez pareciera, sobre todo, en ese momento. Erguido y totalmente inmóvil al lado de su silla como si ésta fuera un bastón en donde apoyarse, y luciendo como nunca la hercúlea musculatura de su irregular cuerpo coronado por una cabeza mucho más grande de lo habitual, Juan Toledo resultaba impresionante.


juanito el divino

Impasible, esbozando en su rostro uno de sus más impenetrables gestos, les miraba con los dos puntos negros de sus ojos como si estuviera vigilando cualquier movimiento que pudieran hacer aquellos impertinentes visitantes. Manteniendo su habitual silencio y sin variar su semblante, parecía contemplar un tanto imperturbable aquella verdadera invasión vecinal. Aunque los silencios de Juanito ya eran bien conocidos de todos los habitantes de Bonaterra del Godo, en aquellos momentos, daba la impresión de ser un silencio tan intenso que conseguía impregnar fuertemente el ambiente de misterio. En todo caso, ese mutismo, hacía que su persona fuera adquiriendo una importancia especial para aquellos visiblemente atemorizados visitantes. Lo que hacía aún más patética aquella escena — que para alguien ajeno a la influencia que ejercía toda la historia que se divulgaba sobre el llamado divino hubiese sido hilarante —, era la actitud de cada uno de aquellos bienintencionados allanadores de morada, pues, parecían frente a ese mítico marciano de los cuentos. Durante todo el tiempo que duró ese enfrentamiento ocular, durante el cual, tanto el señor Julián, como Pepe y el viejo, cruzaron entre ellos interrogantes miradas, Juanito, aunque no dijo nada, un gesto veladamente sardónico cruzó su rostro, pero, enseguida volvió a mostrarse impasible. Parecía una estatua de piedra frente a los que, habiendo recobrado el habla, ahora le acosaban a preguntas, interesándose particularmente por su estado de salud, pero sin hacer ninguna alusión a lo que había podido provocar su ausencia tanto tiempo. Después de asentir con leves movimientos de cabeza, a modo de respuesta, a todo lo que le iban preguntando, les obsequió con una de sus indescriptibles muecas que, ahora, aunque pretendía ser una de sus mejores sonrisas, también sirvió para anonadar más, si cabe, a los tres preguntones. Como después ya nadie se atrevió — ni siquiera el señor Julián — a romper el silencio para seguir haciendo preguntas, cada uno de ellos, un tanto torpemente, empezaron a despedirse de tan silencioso anfitrión, eso sí, insistiendo, cada uno a su manera, en ofrecerle su incondicional amistad y toda la ayuda que necesitase. Cuando ya por fin Juanito se quedó solo, esbozó en su rostro una bonachona sonrisa que nadie hubiera podido imaginar que, alguien como él, podría ser capaz de mostrar. Parecía otra persona mirando con aire divertido la puerta que el señor Julián acababa de cerrar a sus espaldas. La verdad es que, la había cerrado con tal delicadeza, que resultaba ridículo. No duró mucho aquella sonrisa tan insólita en la cara de Juanito, pues enseguida fue tornándose en una de sus acostumbrados gestos que, en ese momento, más que otras veces, de haberlo podido observar cualquiera de los tres que acababan de salir de su casa, hubieran sentido cierto nerviosismo.


juanito el divino
juanito el divino juanito el divino juanito el divino juanito el divino juanito el divino