Totalmente ajeno a la gente que de tanto en tanto se acercaba a la casa, y aún más ajeno si cabe, a los fantasiosos motivos por los que lo hacían,
él trataba de solucionar un tema que nada tenía que ver con las supersticiones tan primitivas de la gente de afuera. La verdad es que, se relamía de gusto
mientras calentaba el último bote de casi ochocientos gramos de fabada que aún le quedaba en el maltrecho macuto que le había acompañado en su aventura explorando durante varios días los alrededores montañosos del pueblo.
A la espera de Don Celestino, o cualquiera de los representantes de la autoridad— todos ausentes, había dicho uno que presumía de estar al corriente de todo — nadie mostraba el suficiente atrevimiento para intervenir, no fuera más que para llamar en aquella puerta que, sin que nadie pudiera explicar el por qué, tanto les atraía. Ahora el pequeño grupo de gente que se había reunido delante de la casa, sin que ninguno de ellos pudiera decir el verdadero motivo que le había empujado a ir hasta allí, se movía nervioso de un lado a otro, tal vez esperando que alguno de los componentes se mostrase suficientemente intrépido para liderar un caso tan delicado como era tratar de entrar en contacto con el señor Juan, como también le llamaban esos que, unas semanas atrás, se referían a él poco menos que como el tonto del pueblo. Sólo cuando algunos vecinos más cercanos, amigos de toda la vida de aquella familia tan modélica — como siempre fue la de los herreros — se unieron al grupo, pareció vencerse todas las reticencias, ya que, tras celebrar entre ellos una breve consulta para ponerse de acuerdo, decidieron llamar a la puerta a la vez que iban identificándose a gritos cautamente moderados.
— ¡Juan!, somos Julián y Pepe, tus vecinos… ¿Recuerdas? Ábrenos la puerta, ¿quieres? Sólo queremos verte y saber que te encuentras bien…, o si necesitas alguna cosa ¿Sabes? — insistían dotando a sus palabras de un matiz de calculada dulzura.
Tras esta entrada en materia, mientras el silencioso Pepe sostenía sobre sus cabezas el descolorido cortinón de la entrada, el tal Julián, muy discretamente pegaba su oreja a la puerta para, después de no haber advertido ruido alguno, tras encogerse de hombros ante los que a una prudente distancia observaban sus movimientos, volvió a golpear la puerta, esta vez con más energía que la vez anterior.
Prudentemente esperaron a que la puerta se abriera, pero pasado un tiempo más que suficiente para que, quien estuviera en el interior pudiera hacerlo sin ninguna prisa o, al menos, se manifestase, se miraron entre ellos como si se interrogasen sobre la conducta a seguir. Todos daban inequívocas muestras, tanto de sorpresa como de inquietud, al constatar que, tanto las llamadas a la puerta, como las palabras de amistad que las acompañaron, no habían servido para nada. Ahora sí que todo lo oído respecto a aquel personaje irrumpió brutalmente en aquellas mentes hasta hacerles sentir una sensación de temor que, si no lo era ante algo concreto, sí se parecía mucho a esa aprensión totalmente irracional que produce lo desconocido, o, como era en este caso, lo meramente imaginado.
Cuando se es capaz de vislumbrar otras realidades que las que normalmente ya se tienen inscritas en la mente como habituales, se produce tal conmoción en el cerebro que muchas veces causa efectos delirantes, pero, como mínimo hace que lo más insólito pueda parecer totalmente normal. En esos momentos, tanto el señor Julián y su compañero Pepe, como también para todos los que se habían agrupado a su alrededor, empezaron a mirar aquella casa como si de alguna manera estuviera poco menos que embrujada.
Es indudable que la inteligencia o la sensatez no se pega, pero, sin embargo, no se puede decir lo mismo de la necedad. Por increíble que pueda parecer, todas aquellas personas que se encontraban allí, ya daban por bueno todo lo que, la primera vez que lo escucharon, les había parecido esperpénticos rumores sin pies ni cabeza. Inmersos totalmente en aquel ambiente de grotescas fantasías, y aburridos de esperar sin conseguir respuesta alguna a sus reiteradas llamadas, el señor Julián, en un acto de valentía — un arrojo que no sorprendió a nadie porque todos los allí presentes pensaron que era normal en alguien que había trabajado en el matadero municipal — empujó la puerta. La sorpresa fue colectiva ya que nadie hubiera podido imaginar que ésta se abriese con tanta facilidad. Como no podía ser de otra manera, el primero que entró en la casa fue él, y detrás, formando un apretado grupo, otras tres personas entre las que se encontraba Pepe, que en ningún momento intentó sobrepasar al temerario señor Julián. Él, como el vecino que le acompañaba, y el vejete que se había colado tras ellos, y que no hacía más que estirar su cuello de pavo para tratar de ver lo que sucedía, se mantenían en la retaguardia por si acaso las cosas se ponían feas.