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Juanito El Divino - 25


Música que, sobre todo, los vecinos colindantes ya conocían desde que Juanito ganara un giradiscos con un disco de regalo en la tómbola que, con motivo de recabar fondos para ayudas sociales, se organizaba para las fiestas. Fue ya bien entrada la mañana cuando aquella música volvió a filtrarse a través de los espesos muros de adobe dejando bien claro que Juanito estaba en casa y, por lo tanto, susceptible de recibir visitas. Al menos eso pensaban los vecinos más inmediatos, que, habiendo terminado por acostumbrarse a oír esa música como si fuera algo tan familiar como el tañido de la campana de la iglesia, ahora les servía de prueba irrefutable de que quien se movía en aquellas cuatro paredes no podía ser otro que, el divino.


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— Lástima que Don Celestino, precisamente hoy, haya tenido que acudir al arzobispado — decían algunos tras enterarse de la reaparición de Juanito. Estando al corriente de los movimientos del cura, se lamentaban de su tan inoportuna ausencia ese día, pues pensaban que nadie mejor que él para poder esclarecer todo este asunto. Claro que, si aludían a Don Celestino, era porque, como párroco y, sobre todo, por ser amigo de aquella familia a la que, precisamente, debido a la peculiaridad de su hijo él siempre mantuvo un trató algo especial, era quien estaba obligado a intervenir. — Es verdad, él es quien debe velar por el huérfano — se precipitaron en decir esos que siempre están ahí para — carentes de ides propias — aplaudir las de los demás, añadiendo enseguida que don Celestino regresaría al pueblo en el autobús de la tarde. De una manera u otra enseguida quedó demostrado que el ser humano, aunque se diga lo contrario, para este tipo de cosas, se une con facilidad. En tan sólo unos segundos, todos estaban de acuerdo de que era Don Celestino el que, por su profesión y preparación intelectual y, sobre todo, su gran experiencia para hacer ver de manera diáfana asuntos que para cualquier persona resultaban inexplicables, era indiscutiblemente el más indicado para intervenir en asuntos tan fuera de lo normal. — Tan sobrenatural, querrás decir, ¿no? — rectificó el que ya había interrumpido con anterioridad a quien parecía llevar la voz cantante. No cabía duda de que, la gente, estaba muy impresionada por todo lo que se seguía contando sobre el hijo del herrero. Estos comentarios eran los que motivaban que, desde el siguiente día de su reaparición en el pueblo, mucha gente se las arreglase para poder pasar por delante de la casa fragua y echarle una furtiva ojeada a la deslucida puerta verde que se vislumbraba tras la consabida cortina exterior. Sin saber por qué, se sentían atraídos por el magnetismo que, los más antiguos del pueblo, atribuían a aquellos muros. Según explicaban con cierto recelo, siglos atrás, aquella casa había albergado calabozos de la santa Inquisición. Incluso se rumoreaba que, en algún subterráneo había salas de tortura. La verdad es que, tanto oír de poderes extraordinarios, de supersticiones medievales, de extraterrestres, y de no se sabe cuántas otras cosas más — a cuál más disparatada — la leyenda que se había fabricado en torno a Juanito, calaba hondo en la imaginería de aquella gente. La eterna necesidad del ser humano de tener que disponer siempre de algo para temer o poder admirar. Ese ídolo tan necesario al que pedirle cosas, entre ellas, protección, potenciaba la fuerte impronta que dejaban en su espíritu todas aquellas sandeces. Tampoco faltaba la idea de ese demonio enredador, para poder descargar en él toda la agresividad de la que se es capaz echándole la culpa de todos los fracasos. En poco tiempo, empezaba a ser tanta la presión producida por la imaginación de unos y otros que, completamente desorientados, sin saber qué pensar y mucho menos, qué hacer, la mayoría de la gente del pueblo intentaba acercarse a lo que para ellos era la fuente de sus inquietudes. Lo que no podían imaginar era que aquel ser, al que ya le atribuían algunos poderes, — lo que ya dejaba entrever que muy pronto ya podría curar enfermedades — lo único que tenía de sobrenatural, por decirlo de una manera que no desentonase con el ambiente, era su apetito. El hambre que sentía en esos momentos estaba más que justificado ya que, el día anterior, o sea: el día de su llegada, después de haberse desbrozado un poco, se había quedado dormido casi sin haber comido algo consistente, tal era el cansancio acumulado durante su larga excursión por las montañas. Sólo se despertó horas más tarde para satisfacer sus necesidades y de paso cerrar la puerta que no hubo cerrado a su llegada, quedándose dormido de nuevo al instante. Ni que decir tiene que, después de haber dormido a pierna suelta tantas horas, ahora en lo único que pensaba, después de poner en marcha el tocadiscos con su acostumbrada música, era en comer; llenar su estómago lo antes posible con lo que fuese.


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