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Juanito El Divino - 24


En todo caso, daba la impresión de estar convencido de que se hallaba completamente solo, y que hasta que llegase a las cercanías del pueblo no se cruzaría con nadie, si acaso, con algún conejo, como ya había sido el caso en días anteriores.


juanito el divino

Ya delante de su casa, buscó la llave de la puerta en uno de los múltiples bolsillos que componía su viejo y requetecosido chaquetón y, tras introducirla en la cerradura y forcejear en ella inútilmente unos instantes, se percató de que la puerta no estaba cerrada con llave. Sin exteriorizar ni la más mínima extrañeza por un detalle que, a más de uno le hubiera causado, cuando menos, asombro, o incluso inquietud, accionó la manivela del viejo picaporte y, con crispante parsimonia, fue empujando la pesada puerta hasta su total apertura. Una vez que ya se hubo introducido, él y su macuto al interior de la vivienda, ni siquiera presto atención al hecho de que la puerta quedase abierta de par en par. Ni que decir tiene que, nada más notar su regreso, algunos vecinos, los más cercanos de entre ellos — gente mayor que, libres de ocupaciones, se encontraba en sus viviendas — con algún pretexto, o sin él, fueron acercándose a la puerta de la casa y, aprovechando que estaba abierta, con mal disimulada indiscreción, curiosear un poco en su interior, pero sin decidirse a entrar. Sabiendo que eran los primeros de saber el retorno del desaparecido, y deseosos de ser también los primeros en enterarse del porqué de aquella prolongada ausencia del ahora único habitante de la casa, y también — todo hay que decirlo — con la sana intención de prestarle ayuda si era necesario, todos coincidían en preguntarse en dónde demonios había podido estar el sólo tantos días. — Nos has tenido a todos en vilo, ¿sabes?... Pero bueno, lo importante es que ya estes de vuelta… y, al parecer, en buen estado… ¿No?... Ya nos dirás si necesitas alguna cosa…, ¿vale? Sea lo que sea, ya sabes que puedes contar con nosotros. — le fueron repitiendo unos y otros, pero desde el quicio de la puerta y sin atreverse a entrar. Solamente sus ojos buscaron en su interior sin encontrar nada interesante, ni tampoco a quien iban dirigidas su ofrecimiento de ayuda. Además, nada les indicaba que hubieran sido escuchados. Solamente el silencio que recibieron como respuesta hizo que, tras unos minutos, la mayoría de ellos, sin poder ocultar sus gestos de frustración y evidente fastidio, se dirigieron a sus respectivas casas sin mirar al cruzar un breve saludo a los que, quizá no teniendo que hacer algo más interesante, iban acercándose a la puerta que ellos acababan de abandonar. Sin otra razón que la de curiosear, pero pretextando tener que comunicar al recién venido algo importante relacionado con algún trabajo de fragua encargado a su padre poco antes de su fallecimiento, fueron haciendo corrillo frente a la puerta que seguía completamente abierta, aunque nada mostrase que alguien se encontrara en el interior de la vivienda. Aunque ávidos de recabar cualquier detalle para poder fantasear a su aire más tarde, sobre todo, frente a los que solían escuchar con suma atención cualquier cosa que les hiciera pasar un buen rato mientras bebían algo en la taberna, ninguno se atrevió a cruzar aquella puerta. Hasta los más atrevidos se mostraban prudentes controlando sus deseos de fisgonear en aquella casa. Fuertemente sugestionados por las fantásticas historias que circulaban respecto al personaje que habían venido a visitar, no ocultaban su recelo ante esa puerta abierta. “El mejor candado es el miedo”, hubiera dicho algún forofo de la filosofía. En todo caso, en ese momento, viendo a todos aquéllos que, a lo más que se atrevían era a gritar desde el umbral toda clase de palabras de bienvenida a quien desde el interior ni siquiera contestaba, esa reflexión era más que acertada. Así, hasta la hora de irse a sus casas a cenar, fueron desfilando por los alrededores de la casa y la fragua — cuya puerta, al contrario de la casa, permanecía cerrada — bastantes ociosos que, chafados por el poco éxito obtenido, decidieran abandonar el lugar. Los últimos en marcharse de aquel escenario, sugestionados por las fantásticas historias que habían circulado respecto al personaje que habían ido a visitar, no ocultaban cierto recelo ante aquella silenciosa casa con la puerta que seguía permaneciendo completamente abierta. Solamente al amanecer, cuando no había nadie por los alrededores, la puerta se cerró y la casa poco a poco empezó a ofrecer signos de estar habitada. Enseguida, como si de repente hubiese cobrado vida, tras el cierre de la puerta, se vio una ventana que se entornaba, ruido de puertas abriéndose o cerrándose. La verdad es que sólo faltaba que volviera a sonar, y a todo volumen, aquella embrujadora música que Mozart creó para clarinete y oboe.


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