— ¡Como si estuviera flotando en una nube! — se le ocurrió decir a uno de los pretendidos testigos oculares de lo que ya parecía un evento, en un derroche de riqueza expresiva.
Estaba claro que, el desmedido afán de protagonismo, de los que aseguraban haber sido los primeros en haberle visto, les hacía interrumpirse unos a otros, Además, aportando no pocas variantes a los recitales de los demás.
— Aunque yo le saludaba, estando a tan sólo unos metros de él, ni me contestó— decía uno como si estuviera participando en una competición, no sólo a ver quién decía más insensateces, sino la más impresionante.
— ¡Ni siquiera nos veía! — gritó uno que hacía ya algún tiempo que quería meter baza, pero no encontraba el resquicio que se lo permitiera.
Este último, quizá para completar el ya rico contenido de su inesperada intervención, se expresaba con tanta vehemencia que, analizando las aparatosas gesticulaciones con las que trataba de apoyar sus escasas palabras, se podía pensar que, efectivamente, había presenciado algo verdaderamente portentoso,
— ¡Ojo con estas cosas, eh! Yo… ¿qué queréis que os diga? No soy un experto, pero a mí, todo esto me parece muy extraño — intervino diciendo ése que, en estos casos, parece querer dar la impresión de que piensa que, es tan profundo lo que dice, que duda de que los demás lo puedan entender.
Así las cosas, parecía que, la mayoría de aquellas gentes, con tal de hacerse el interesante a los ojos de los demás no desperdiciaban la ocasión de decir cualquier chorrada.
En muy poco tiempo, ya era muchos los que le habían visto regresar al reaparecido, pero no todos estaban de acuerdo en por dónde lo había hecho. Una vez más, Juanito
parecía haberse encontrado en sitios distintos casi al mismo tiempo. Si se tenía en cuenta todas las versiones, parecía que el caminante había utilizado todo los caminos y senderos posibles para entrar al pueblo.
Como suele ocurrir en estos casos en que la realidad la acondicionan quienes ya están influenciados por ideas y comentarios totalmente absurdos, cualquiera de todas estas versiones resultaba a cuál más increíble.
Sin embargo, lo que en realidad había sucedido que, dicho sea de paso, no tenía nada de excepcional, distaba bastante de todo lo que iban diciendo aquellas gentes.
Con una barba de diez días y dando evidentes señales de cansancio, ajeno a todo lo que le rodeaba y, sobre todo, muy lejos de sospechar el aparatoso tinglado que en su ausencia se había edificado en torno a su persona, Juan Toledo caminaba lentamente en dirección de su casa. Poniendo máxima atención para seguir sin tropezar el zigzagueante camino de descenso de aquella última colina, o montículo, o como se les quiera llamar, avanzaba dejando ya atrás todas las protuberancias que siempre han rodeado el pueblo de Bonaterra del Godo. Obedeciendo a un deseo que, nunca antes se había permitido realizar, debido a no querer inquietar a sus padres dejándolos solos durante tanto tiempo, había pasado más de una semana recorriendo, en completa soledad, todos los montículos que con tanto interés siempre había observado, un tanto soñador, desde el pueblo. Ahora sumamente cansado de haber caminado desde el amanecer a través de empinadas sendas que ni las cabras se hubieran atrevido a utilizar, avanzaba sin prisas enfrascado en elegir cuidadosamente en dónde ponía sus doloridos pies entre los múltiples obstáculos que le ofrecía el pedregoso camino que había emprendido como atajo para alcanzar el llano. Sabía que una vez alcanzada la llanura que ya divisaba bien cerca, le esperaba una serpenteante carreterilla de endurecida tierra mucho más cómoda para caminar que por donde lo había estado haciendo durante la mayoría de los días de su salvaje excursión por las montañas. Ya conocía esa carreterilla, por haberla recorrido ya una pequeña parte, con lo cual ya sabía que le llevaría, tras cruzar un pequeño riachuelo, a la carretera que unía el pueblo con otro mucho más grade en su recorrido hacia la gran ciudad.
Cargado con una polvorienta y algo flácida mochila, y más delgado que nunca lo había estado — lo que hacía resaltar aún más su enorme cabeza — daba la impresión de estar en su elemento. La abrupta soledad de aquellos parajes, y el peculiar falso silencio de la naturaleza cuando no está adulterada por los ruidosos inventos de los seres humanos, parecía acoplarse perfectamente con aquel visitante que, a diferencia de otros, no parecía representar peligro alguno para la estabilidad del lugar. Desde luego, tampoco parecía ser un intruso que buscara escapar de sí mismo. Quizá por la fatiga acumulada durante los días pasados entre la rudeza de aquellas pequeñas montañas, se desplazaba como si estuviera ensimismado, y con tal aire de no hallarse allí en ese momento, que permitía pensar que ni siquiera veía lo que había a su alrededor.