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Juanito El Divino - 18


—Yo, desde que vi el enorme resplandor que hizo al encender la fragua la misma noche del día que se enterró a su padre, ya no he vuelto a saber de él, ni siquiera he vuelto a notar su presencia en su casa — dijo siendo muy preciso uno de sus vecinos más inmediatos. — La verdad es que yo no podría asegurar que aquel fuego saliera de la fragua pues en ningún momento le oí martillear como otras veces… Lo que sí sentí fue un olor extraño…, desde luego no olía al carbón de otras veces… — se precipitó para añadir, ahora de manera algo intrigante, este mismo vecino como si tuviera que hacer esfuerzos para recordar. — ¡Es cierto! Yo también noté que aquel día salía de la parte interior de la casa un resplandor extraño hasta bien entrada la noche, exclamó enseguida otro vecino que vivía en la misma calle, aunque algo más alejado que el que acababa de dar su opinión sobre tan extraño fuego. Después de estas revelaciones, poco se podía añadir, ya que parecía que nadie más sabía nada. Sin embargo, todos coincidían en que, después del día del entierro de su padre nadie había visto al huérfano por ninguna parte. Quitando a los dos vecinos más próximos que ya se habían manifestado, la mayoría, tanto los que vivían en las cercanías, como los que, por alguna razón precisa se habían acercado a la casa, habían notado, no sólo la total ausencia de ruidos que denunciara la presencia de que alguien estuviese dentro, sino que tampoco hallaron síntomas de que nadie hubiese pasado por allí en los últimos días. En realidad, fue el cartero el primero que oficializó su ausencia de manera indiscutible, y, no sólo eso, también fue él quien se encargó de extender de forma definitiva la noticia de la misteriosa desaparición del divino. Decía este hombre (“piquito de oro” le llamaban algunos, sobre todo algunas mujeres) que después de haberle buscado por todas partes para entregarle un paquete que venía del extranjero a su nombre, se había extrañado mucho al no encontrarle en su casa, ni en el bar, ni en ningún otro lado de los que solía frecuentar en vida de sus padres. — Conociendo las rarezas de Juanito…, bueno: el divino, como le llamáis vosotros… — enfatizó este hombre acompañando a sus palabras una elocuente sonrisa de complicidad, pero poniendo especial cuidado de no aparentar estar al corriente de todo lo que acontecía en el pueblo. — Como digo, conociéndole ya, al principio no le di demasiada importancia a su ausencia. Ha sido después, tras pasar varios días que, ya bastante mosqueado, decidí indagar por mi cuenta — continuó diciendo como si se prestase a contar una de esas increíbles sagas que ciertos narradores van contando de pueblo en pueblo, para ganarse la vida. — Empecé preguntando a toda la gente que yo creo susceptible de saber algo de él, sobre todo, a la vecindad de su entorno más inmediato. Luego en el bar, en donde, como ya sabéis todos vosotros, suele pasar de tanto en tanto a beber algo gratis, pero según me han dicho, hace ya algún tiempo que no le han visto pasar por allí. Para no aburriros os diré que todas mis pesquisas han resultado inútiles, ya que ni siquiera Don Celestino ha podido decirme algo sobre el chico. Así que yo sigo cargando con este pesado paquete que le envía el Faraón hasta entregárselo en persona —, terminó su relato haciéndose la víctima y, de paso, estimulando a sus ocasionales oyentes con su historia de aquel Faraón que enviaba paquetes al desaparecido.


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— Yo sigo llamando a su puerta todos los días. Es mi deber y, ya sabéis…, ¡yo siempre cumplo!, pero hasta la fecha no he tenido respuesta. Yo…, ¿qué queréis que os diga? Sinceramente…, yo creo que ha tenido que sucederle algo —, concluyó viendo que se acercaba, a donde estaban, reunidos, el fornido alguacil de Bonaterra del Godo, conocido por sus proezas durante las fiestas patronales en las que, durante los encierros, mostraba su fuerza sujetando a un novillo hasta impedirle moverse. Con su gorrilla calada a modo militar, el empleado municipal, con la autoridad que le concedía su oficialidad, manteniendo la severa mirada que se otorga a los jueces, escuchó en silencio como si esperase el momento adecuado para intervenir. — Como ninguno de sus vecinos, ni nadie, me ha podido informar sobre él, yo no sé qué hacer… ¡Ya ves!, tengo que entregarle el correo…, este pesado paquete — repetía el sudoroso cartero mostrando un bulto que asomaba del gran zurrón de desgastado cuero que arrastraba casi como se dice que se arrastran los sacos de patatas.


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