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Juanito El Divino - 17


Nada más ver cómo las violentas llamas envolvían aquella especie de pira, entró de nuevo a la casa para revolver febrilmente por todos lados hasta salir al patio cargado con algunas otras cosas — entre ellas, la pipa y la viejísima caja de madera que contenía el tabaco de su padre y un paquete de viejas fotografías — que, muy decidido, sin mirarlas, arrojó sobre las llamas. Aun realizó algunos viajes más al interior de la casa en busca de otras cosas que sirvieran para alimentar aquella hoguera. Claro que, al ver que según iba anocheciendo parecía que estaba celebrando una de aquellas ceremonias rituales del pasado, ya dejo que se fuera apagando. Instalado en el umbral de la puerta, miraba fijamente, como hipnotizado, aquel fuego que ahora ya se iba manifestando algo más discreto, como si no quisiera alertar e inquietar a los vecinos. Luego ya, en forma de rescoldo, los dorados reflejos que las diminutas llamas esparcían en su entorno, recordaban aquellos atávicos fuegos que se hacían como ofrendas a esos dioses para que liberen la tierra de esos demonios que tienen como misión salpicarla de desgracias.


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Cuando la noche cerrada acabó tiñendo de negruras aquel lugar, y el fuego ya había consumido totalmente lo que él creía que le ligaba al pasado, se levantó con extraordinaria agilidad de donde estaba sentado, y muy decidido entró en la casa dejando, como solo testimonio de su ruptura con el pasado, un profundo olor imposible de determinar. Un pesado silencio le acogió como si quisiera mostrarle su complicidad por lo acaecido en el patio. Sin necesidad de encender la luz para poder moverse con soltura de un lado a otro, hurgó en el interior del pequeño armario de cocina en donde su madre solía guardar el café y el azúcar, para tratar de encontrar los restos de alguna tableta de chocolate. A pesar de que sus dedos solo iban encontrando aquellos sobrecitos de hierbas que ella después de hervirlas les hacía beber a su padre y a él con la certeza de que así se curaba cualquier dolencia, no se dio por vencido y siguió buscando hasta dar con unos cuantos trozos, residuos de una gruesa tableta. Fue tal la satisfacción que sentía, que parecía haber encontrado un tesoro. Bueno, tal vez lo fuera para él en ese momento, pues recogiendo con sumo cuidado hasta el más pequeño residuo de ese chocolate tan buscado, corrió a sentarse a la mesa sin mirar bien si lo hacía en el mismo que siempre ocupara cuando vivían sus padres. Sin pensarlo dos veces, devoró, con evidente apetito todos los trozos de aquel reseco chocolate, acompañándole de lo que quedaba de un panecillo, ahora mucho más duro que el mismo chocolate. Luego, tal y como estaba vestido, se acostó en su propia cama, la misma que desde hacía ya algún tiempo no parecía disponer de espacio suficiente para albergar su desproporcionado cuerpo. Ya Inmóvil, después de encontrar su posición preferida, o más bien la que le permitía su exigua cama, permaneció con los ojos abiertos como si estuviera leyendo mensajes ocultos en las tinieblas que le rodeaban. A partir del día siguiente, en contra de esa costumbre que accidentalmente había originado su apodo hacía ya algunos años, que era dar la impresión de estar al mismo tiempo en lugares distintos, ya nadie le volvió a ver, ni en el pueblo, ni tampoco por los alrededores. Como resulta lógico, al principio nadie reparó en aquella extraña ausencia. Estando cada uno ocupado en sus cosas, no era de extrañar que ninguna persona del pueblo echara en falta a uno de sus habitantes, fuera conocido o no. Además, sabiendo la capacidad de olvido que tiene el ser humano, sobre todo, para lo que no le resulta absolutamente necesario, no resultaba extraño que nadie pensara en él. Incluso aquellas personas que, por casualidad, pasaron frente a su casa, aunque miraron en esa dirección, a nadie se le ocurrió comprobar si se hallaba dentro. Tuvieron que pasar unos cuantos días para que, alguien descubriera su ausencia. Esto sucedió cuando uno de los clientes de su padre, necesitando recuperar de la fragua cierto trabajo que le encargara realizar unas cuantas semanas antes de su muerte, se personó en la casa. Al no obtener respuesta alguna a pesar de haber aporreado la puerta de la fragua durante un tiempo, y después, la de la vivienda, extendió la noticia de que en casa del herrero no había nadie. Ni que decir tiene que esa noticia, comunicada ya envuelta en cierto misterio, corrió por todo el pueblo hasta que no hubo nadie que ignorara que el divino había desaparecido. Algunas personas, mayormente las que tenían más contacto con él, creyéndose en la obligación de mostrar interés por lo que pudiera sucederle, fingían estar verdaderamente preocupados por no saber nada del paradero del muchacho. El que más y el que menos se hacía no pocas preguntas sin llegar a encontrar ni la más ligera explicación.


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