A bastante distancia, vio caminando en la misma dirección a la mayoría de los asistentes al entierro sin que nadie volviese la mirada atrás. Era evidente que, una vez ya fuera del cementerio, se habían olvidado completamente de él. Sin duda alguna, muchos de aquellos vecinos, mayoritariamente los hombres, se dirigirían en dirección de la taberna para, como suele ser la costumbre después de enterrar a un vecino, entre vaso y vaso rememorar bastante machaconamente la poca cosa que se es, y reconocer unánimemente, antes de empezar a hablar sobre otros temas menos lúgubres, lo poco que vale la vida.
Juanito, con su semblante más impenetrable que nunca, alejándose del camino tomado por esa comitiva a la entrada del pueblo, se dirigió, con paso firme y seguro, en dirección a su casa, aquel caserón en el que había habitado
siempre en compañía de aquellos dos viejos que, tan discretamente como habían vivido, habían muerto. Ahora esta casa era la suya, toda para él solo, pues, además de la vida, los recientemente desaparecidos, le
habían dejado en herencia aquellos recios y desplomados muros que constituían tres destartaladas piezas más la enorme cocina y todo su contenido que, a decir verdad, no sólo era humilde en su concepción, sino
que se limitaba a cubrir las necesidades más esenciales.
—“Esto es lo que te queda…, más la fragua, claro está, y todo lo que hay en ella. Quizá no sea mucho, pero estoy seguro de que será suficiente para todo tu trayecto” —
recordaba que le había dicho su padre durante aquella noche en la que tuvo lugar su desconcertante despedida.
Lo primero que hizo Juanito al llegar a su casa, tras la pequeña caminata desde el cementerio, fue beber agua. Bebió abundantemente mientras se observaba a si mismo
de refilón en el alargado viejo espejo que siempre había ocupado el centro de una pared y que, a más de uno había logrado engañar haciéndole creer que era una puertecilla
abierta a otra habitación. Se volvió para mirarse de frente y sonrió cerrando los ojos fuertemente. Difícil hubiera sido para cualquier persona que en ese momento se hubiera
encontrado allí intentar comprender su extraña conducta y el mensaje que parecía estar enviándose a través del espejo, pero, sobre todo, dar con el significado que pudiera
tener aquella inquietante sonrisa, ahora un tanto sardónica. De haber sido otra persona, se podía haber pensado que se estaba haciendo una promesa, pero tratándose de él,
nada se podía asegurar. Repentinamente, como el que cierra un libro ya leído, retiró su mirada del espejo para beber ansiosamente otro gran trago de agua, ahora haciéndolo
directamente del desconchado jarro del que se había servido la primera vez. Enseguida se acercó al vetusto aparador en el que se guardaban, aparte de los enseres propios
de un comedor, las cosas más valiosas de la casa. En uno de sus cajones se guardaba el dinero de su pensión de inválido que no se metía en el banco, para poder sufragar
posibles gastos extraordinarios en su favor, y junto a esos cuantos billetes, en una cajita de falsa marquetería, estaba el dinero que no se metía en el banco, destinado
a hacer frente a los gastos cotidianos de la casa. Rápidamente, mostrando una agitada actividad, desconocida en él, abrió el cajón de al lado, en el que, no sólo se
guardaba el tabaco que su padre usaba para llenar su pipa, sino también las joyas de su madre: un desgastado anillo de los que se llamaban de casada, unos pendientes
que parecían de oro, y un bonito crucifijo que ella sólo sacaba de allí en Navidad y Semana Santa para colocarlo, durante unos días, en un sitio visible.
Fue precisamente ese crucifijo el que él, sin pensarlo dos veces, colocó, ahora en el mismo sitio en el que su madre solía hacerlo. Luego, nada más cerrar de un
solo golpe aquel cajón, procedió a quitarse la ropa hasta quedarse en camiseta y calzoncillos. Fue vestido de esta manera que salió rápidamente al pequeño patio
que separaba la vivienda de la fragua y de varios cobertizos que, tanto su padre, como él, usaban de almacenillos. Dejando delicadamente el traje de su padre que acababa
de quitarse sobre las grandes piedras que servían de pavimento, hizo varios viajes al interior de la casa para recoger otras cosas que fue apilando encima hasta formar con todo ello
un buen montón. Luego, un tanto precipitadamente, teniendo en cuenta su arraigada costumbre de moverse con extrema lentitud, roció apresuradamente aquella pila de cosas dispares
con el líquido que aún quedaba en la pequeña botellita que su padre usaba para recargar su mechero, y ya desde cierta distancia, arrojó en esa dirección, ese mismo mechero encendido.