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Juanito El Divino - 15


Un domingo, un día festivo como otros tantos en los que, el herrero, no yendo a trabajar a la fragua, aprovechaba para descansar o dedicarlos a otros menesteres, después de asear y poner algo de orden en la casa y preparar algo de cena para su hijo, se sentó en su sillón favorito para no despertarse nunca más. El día del entierro, Juanito estaba solo, vestido para la ocasión con el chaleco y el resto del conjunto negro de su padre — que al ser dos tallas más grande daba la impresión de haberse encogido repentinamente — parecía algo irreal. Eso sí, muy digno, miraba a todos y a todo, con su acostumbrado gesto impasible. Quizá dando la impresión de estar más ausente que nunca, parecía que su minusvalía no le permitiera comprender la gravedad del momento. Con su habitual e inescrutable silencio, presenció la más que escueta ceremonia que se le dedicó a su padre. Después, completamente ajeno a su entorno, fue aceptando, uno a uno, todos los consabidos y rutinarios parabienes de los pocos vecinos que, quizá por el ¿qué dirán?, se habían sentido obligados a acompañarle en la tragicómica puesta en escena que suponen todos los entierros. Distante como también lo estuvo en el funeral de su madre — aunque en aquella ocasión al lado de su padre paso algo desapercibido — daba la impresión de encontrarse allí por casualidad. Con la inmovilidad propia de una estatua, parecía no estar él dentro de aquel cuerpo. No es que fuera ésta la primera vez que daba esta curiosa impresión, pues ya en el entierro de su madre había dado muestras de esta peculiar posibilidad. Lo que sí era nuevo es que ahora parecía haber estado ausente mucho más tiempo, pues solamente pareció volver a la realidad cuando todos los que le acompañaban empezaron a dar muestras de querer despedirse de él. Como si hubiera sufrido un brusco despertar a la realidad, saludaba con aire despistado a unos y otros. Fue cuando sus ojos, quizá buscando situarse en la realidad, encontraron la tumba de su padre, ya medio llena de tierra fresca, que pareció volver a la realidad del momento. Luego cuando algunos rezagados, abriéndose paso entremedias de las tumbas que poblaban el exiguo cementerio se acercaron a él para susurrarle algunas palabras ininteligibles como excusa de no haber podido llegar a tiempo, él ya parecía ser otra persona. Ahora extremadamente atento, saludando a cada uno por su nombre de pila, los que presumían de conocerle bien, parecían sorprendidos por la nueva personalidad de quien les saludaba con tanta cordialidad. Luego, sin moverse del sitio, siguió con su mirada cómo se alejaban esas pocas personas en dirección de la salida del pequeño recinto. Sabiéndose solo, miró de nuevo la tumba de su padre, y también la de su madre a unos pocos metros de distancia y se dispuso a abandonar el lugar. Cambiando de repente su pensativa actitud, después de mirar a su alrededor con desconocida vivacidad, se dirigió tranquilamente hacia la salida de aquel triste lugar. El cementerio del pueblo era tan sumamente pequeño que, de no haber estado vallado, hubiera pasado desapercibido entremedias de los numerosos huertos que, como fichas de dominó mal colocadas, se apiñaban a sus alrededores. Eso sí, cuidado con el mismo esmero que esas vecinas parcelas dedicadas al cultivo, parecía otra huerta más. Solamente, las escasas cruces que sobresalían de entre las flores que alegraban el delimitado recinto, y los cuatro cipreses que parecían haber sido plantados para marcar las esquinas, dejaban muy claro que, allí no se cultivaban las apreciadas berzas que, a través de los años, tanta fama había dado a todos aquellos parajes.


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Bonaterra del Godo, mejor dicho: las berzas de Bonaterra del Godo, gozaban de un merecido reconocimiento entre los conocedores de este producto tantas veces tachado de vulgar. Reconocimiento que generaba, aparte de los beneficios, no poco orgullo a las gentes de aquellas tierras, y muy particularmente, a los oriundos del pueblo, aunque, también a los que, aun habiendo nacido en otros lugares, se sentían tan bonaterrenses como el que más. Cuando. después de cerrar con gran meticulosidad la achacosa y deformada puertecilla de oxidado hierro, salió del cementerio, miró a su alrededor con una extraña expresión de curiosidad en su rostro, algo así como la mirada del turista al salir del hotel dispuesto a visitar por primera vez una ciudad desconocida. No hubo dado ni dos pasos, que se paró para echar otro vistazo a su alrededor por si alguien aún andaba por las cercanías, pero enseguida, sin prisa, pero con cierta vivacidad, comenzó a caminar en dirección del núcleo de casas pardas que constituía el pueblo visto desde allí.


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