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Juanito El Divino - 11


Se vieran o no durante el día, o pasaran parte del día juntos, a las ocho de la tarde, hora en la que el herrero dejaba enfriar la fragua, se encontraban allí, afanándose cada uno por su lado, en preparar algo de cena con las magras provisiones que Juanito hubiera podido, o querido, conseguir a lo largo del día. Esa noche lo que tenían para cenar era algo especial puesto que se trataba de la mitad de un conejo que les habían regalado unos vecinos que, en sus ratos libres, se dedicaban a la caza de conejos, o cualquier otro animal salvaje que fuera comestible. Como solían hacer de tanto en tanto a modo de agradecimiento, ya que, Juanito, buen conocedor de los montecillos que rodeaban el pueblo, les tenía bien informados sobre los lugares en los que podrían encontrar algo de caza, cuando se les daba bien, le regalaban algo de lo obtenido. Ese día, además de regalarle algo más de la mitad de un conejo, le habían dicho la mejor manera de cocinarlo.


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Fue al comprobar que su hijo, con minuciosidad de orfebre, había dejado completamente limpio el hueso de la última tajada de aquel sabroso regalo que, esbozando una triste sonrisa, volvió a observar en silencio a su hijo con esa especial atención con la que se observa a un desconocido. Ahora le miraba como, totalmente concentrado en pelar una naranja, daba la impresión de que, en ese momento, para él no había otra cosa más importante que despojar de su cascara aquella fruta. Sin dejar de mirarle, ahora de reojo, alargó su brazo para coger su pipa de encima del cercano aparador y empezó a cargarla con el tabaco que extraía de una vieja cajita de madera que previamente ya había puesto sobre la mesa. Viendo cómo su hijo iba saboreando su jugoso postre, él continuó con su minuciosa tarea repitiendo los mismos gestos que solía hacer siempre, aunque, en esta ocasión, parecían estar cargados de una parsimonia un tanto especial. Algo había en él que le impedía comportarse como de costumbre. No, sólo no había cenado casi, sino que, hasta había rechazado la naranja que su hijo le había ofrecido antes de coger la suya. Con un semblante que acusaba más cansancio que nunca, quizá porque había estado hasta última hora en la fragua terminando, él solo, unas pesadísimas rejas, había acudido a la cocina más tarde de lo acostumbrado. Ese día, no había visto a su hijo hasta la hora de preparar la cena, ya que, como solía hacer a menudo, Juanito había ido a visitar a don Celestino para, como era habitual en él, escuchar en silencio los mismos trasnochados consejos que el cura solía repetirle como si, cada vez, se tratase de algo nuevo.


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