Saltarse con demasiada frecuencia la bien delineada manera de lo que se estima como normal siempre tiene un precio, y el más barato, como todo el mundo sabe, es quedarse al margen del mundo compartido por las mayorías.
Para sus vecinos, aunque existía físicamente, le mantenían suspendido en esa especial dimensión en la que almacena todo lo que no se comprende. Es ahí, en ese margen tan especial que, los más ignorantes, tienden
a valorar de igual manera, al simple y al genio. De haber sabido ver su conducta con imparcialidad, sobre todo, exenta de los contaminantes prejuicios que anegan las mentes de los esclavos servidores de las ideas
fijas, las rarezas que se le achacaban, sólo eran otra manera de ver las cosas. Una perspectiva que, por no coincidir con la manera de ver de los demás, ya eran calificadas de excentricidades. Claro que, lo que
en el fondo irritaba a los más mediocres, era la tozudez que mostraba en sus convicciones. Tal vez era esa instintiva venganza que aflora en el que siente que no está a la altura, la que hacía que, aprovechándose
de su apariencia y el conjunto de su comportamiento, le rebajasen a la condición de ese tonto que no puede faltar en ningún pueblo.
De lo que él pudiera pensar sobre este tema, nada se sabía. Parapetado en las costumbres que parecían dictarle desde su mundo interior, la escasa comunicación dialéctica que, a veces, sin justificación alguna,
adquiría carácter de obstinado mutismo, sólo le permitía un extraño dialogo gestual.
¿Es esto lo que queréis?, parecía preguntar con su mirada a todo el mundo y a nadie en particular. Era en esas ocasiones, en las que parecía acompañar a sus enigmáticas palabras pronunciadas en su interior de
ciertos parpadeos, que parecía querer asegurarse a sí mismo de que, ni su mente, ni sus ojos — tanto los de afuera, como los de adentro — conocían el descanso. Ya tuvo la ocasión de demostrar esa característica
durante el tiempo que transcurrió entre la muerte de su madre y la de su padre. Aunque nadie pudo darse cuenta — ¿cómo haber podido hacerlo?, durante ese intervalo de tiempo casi no había cerrado los ojos.
En realidad, había dormido, pero como si su sueño fuera una continuidad de sus pensamientos, una especie de reflexión sobre su difunta madre. No porque su inesperada defunción pareciese afectarle mucho anímicamente,
sino porque, con esa deferencia a quien le había dedicado su vida, parecía saldar un poco la deuda que pensaba tener con aquella mujer tan sencilla que le había criado con un cariño tan especial, sin aspavientos y,
sobre todo, exento de ese trato coercitivo que habitualmente impregnan muchos supuestos cariños. Ya en el entierro había evidenciado ese reconocimiento. Serio, al lado de su padre, había mostrado claramente su pena,
pero sin la excesiva y, a menudo, algo grotesca gravedad que la gente cree que debe expresar en estos casos.