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Juanito El Divino - 08


Desde muy joven, debido a su extraordinaria fuerza física, siempre había ayudado a su padre en algunas tareas de la fragua, claro que, solamente cuando él lo decidía, y sólo así. Sin dar explicación alguna aparecía en la fragua y, demostrando saber muy bien lo que tenía que hacer, le ayudaba en los trabajos más rudos. En silencio, muy concentrado en su tarea, y con aparente entusiasmo, no paraba hasta ver concluida la misión que él se hubiera impuesto a sí mismo. Algunas veces, después de no aparecer por el taller en varios días, era por la noche que, inexplicablemente, acudía a la fragua para, en completa soledad, construir, con los retales de hierro desechados por su padre, extrañas figuritas de distintos tamaños que luego iba ocultando en un pequeño cobertizo que él mismo había construido rudimentariamente en un rincón del cobertizo en donde se hallaba la fragua.


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Contando siempre con la aquiescencia de sus padres cuando no, de su verdadera complicidad, él vivía a su aire. Desde que su familia lo estimó razonable, él empezó a gozar de una libertad que sólo saben gozar los seres excepcionales. No es que esa libertad le permitiera vivir a su antojo, que también, sino que, su vida parecía una especie de muestrario — para quien pudiera verlo así — de las cosas que son esenciales, y de las que no lo son. Claro ejemplo de la diferencia que hay, entre, ser, y aparentar ser. “La verdadera libertad, es como la felicidad, se pierde en el momento de que se es consciente de ella”— parecían querer decir sus ojos mientras esbozaba esa babeante sonrisa que espontáneamente afloraba a su rostro como si fuese una puerta cerrada que impidiera poder asomarse a su mundo interno. En su caso, un impenetrable universo en el que, como sucede en el universo compartido, todas las verdades parecían ser portadoras de ese toque de incoherencia que, a veces hace que parezcan auténticos disparates. En todo caso, algunos de esos expresivos mensajes que, a veces emanaban de sus pequeños ojos, todo pupila, causaban cierto malestar en quienes los observaban, sobre todo, cuando su boca, semejante a una larga y profunda huella que hubiera dejado un afilado cuchillo en una sandía, se curvaba hasta terminar dibujando, en medio de su orondo rostro, una extraña mueca imposible de interpretar. Precisamente, una de sus expresiones de libertad, manifestada ya en vida de sus padres, era que, por la noche, cuando el pueblo parecía dormir, y todos su habitantes se hallaban recogidos en sus casas, si no iba a la fragua a idear y dibujar en silencio los proyectos de futuras estatuillas, salía a dar largos paseos por las afueras del pueblo. Como si acudiera a una cita concertada de antemano, caminaba seguro hasta que llegado a un montículo — quizá el más alto de los alrededores — se detenía bruscamente para mirar fijamente al cielo.


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Aunque, sin expresar ningún sentimiento, parecía deleitarse contemplando el grandioso espectáculo que le ofrecía esa porción de universo que, al alcance de cualquiera, suele pasar desapercibido para la mayoría de la gente. Luego, sin importarle el frio o el calor que pudiera hacer, se tumbaba en cualquier lugar con el fin de contemplar aquellas lejanas estrellas con las que él parecía dialogar, como si en ese conjunto de puntitos brillantes a miles y miles de años luz, encontrara más comprensión que entre sus vecinos a tan sólo unos metros de distancia. Fijando sus dilatadas pupilas en aquel verdadero tapiz de parpadeantes luminosidades que parecían enviarle mensajes en un especial morse que sólo él parecía saber leer, sonreía, pero no tan bobaliconamente como solía hacer con la gente que le conocía, ahora su sonrisa no era la del retrasado que otros veían en él ya que ni siquiera parecía humana. Daba la impresión de que en completa simbiosis con ese “todo” que se extendía majestuosamente ante su mirada, su mente se desdoblaba en otra que le hacía revivir sueños y fantasías que nada tenían que ver con la persona que él solía representar. Ese ser humano que la gente ignorante trataba poco menos que de imbécil, haciendo bueno aquello de que, la inteligencia — en cualquiera de sus manifestaciones —, si no es comprendida en su justa medida, puede interpretarse como extravagancia, cuando no, mera necedad. Muchos eran en el pueblo que, aunque buena gente, acostumbrados a seguir por inercia las ideas que, les habían ido inculcando esos que se autorizan para pensar por los demás, pensaban que, el pobre hijo del herrero era un retrasado mental. Siempre lo distinto, lo incomprendido, se suele apreciar como algo negativo, sin siquiera pensar, no sea más que por curiosidad, qué grado de subnormalidad le adjudicarían en el siglo diez, a alguien que pudiera venir del siglo veinte. En el caso de Juanito, aun sin venir del futuro, para los habitantes del pueblo, su conducta resultaba, cuando menos, extravagante, y por lo tanto, muy difícil de aceptarle como uno más.


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