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Juanito El Divino - 06


—… Y le pusieron Toledo de apellido porque el escribano de entonces confundió el apellido del padre con el nombre de la ciudad en donde nació — volvió a la carga el mismo anciano sin querer darse por aludido respecto a los bromistas ataques de los otros viejos del lugar. Como todo lo que contaban estos conocidos abueletes — totalmente en serio algunos de los más viejos, y mucho más desenfadadamente los otros —, resultaba imposible poder comprobar la veracidad de lo que decían, pues todas estas historias, incluida la que explicaba el origen del nombre del pueblo que acabaría llamándose Bonaterra del Godo, no pasaban de ser meras habladurías. A los ojos de toda la vecindad, sólo eran las típicas y fantasiosas historias que suelen contar las personas que han alcanzado largamente el estado de senilidad. En realidad, aunque hubiera algo de verdad en parte de lo que decían, nada se podía asegurar; ni en cuanto al nacimiento del pueblo, ni tampoco a lo relacionado con la procedencia de Juanito y su supuesta familia. Además, al ignorar la fecha exacta de cuándo esta familia había aparecido por aquellos lugares, convertía su aparición en algo tan misterioso que algunos, medio en broma medio en serio, no tenían ningún prejuicio en calificarlo como una especie de milagrosa aparición. En todo caso, siempre había dado lugar a ciertos comentarios. Se rumoreaba..., se decían cosas… En los pueblos ya se sabe, siempre se rumorea algo, sobre todo si son tan pequeños que todos los habitantes se conocen por sus nombres y apellidos, y, sobre todo, por sus motes. Fue precisamente el fallecimiento de los padres — verdaderos o falsos, poco importaba — lo que motivó que se volviera a hablar de quien ya era conocido como “el divino”. Durante algún tiempo, nada más haber tenido lugar estos dos casi simultáneos fallecimientos — sólo algo más de un mes de diferencia —, la procedencia de esta familia, los verdaderos orígenes de uno y otro, incluido todo lo relacionado con su supuesto hijo, volvió a ser de cierta actualidad. Durante unos días, después del primer entierro, la historia de la familia del herrero fue uno de los motivos principales de las conversaciones de los habitantes de todo el pueblo. Fue entonces, al pasar revista a su existencia en aquel lugar, que todos se dieron cuenta de lo poco que se sabía sobre ellos. A pesar de los años pasados en la localidad, en el fondo, eran casi unos desconocidos. Hasta sus verdaderas edades eran un secreto. Habían vivido tan discretamente, dedicados a su trabajo y, sobre todo, completamente entregados a quien pasaba por ser su hijo, que habían pasado casi desapercibidos. Solamente cuando Juanito alcanzó cierta edad, pareció que ellos, como si ya sintieran innecesaria su presencia, casi se podía decir que se habían puesto de acuerdo para morir casi al mismo tiempo. De todas maneras, su secreto — si secreto había — pronto empezó a resultar carente de interés, y tras unos días de hablar de ellos la gente buscó otros temas para justificar su habitual necesidad de chismorreo. Una vez más, el tiempo, inexorable siempre, y muy particularmente cuando se trata de temas que aparentemente no representan gran interés, se encargó de ir borrando la imagen de los fallecidos. Sin que nadie se apercibiera, todos los detalles de sus humildes existencias fueron integrándose a ese gran depósito que constituye el olvido. Con la misma discreción que, años atrás habían aparecido en aquellos lugares, ahora desaparecían dejando como recuerdo a ese ser tan particular que ellos siempre trataron, no sólo como a un hijo, sino como a uno bien especial. “Nuestro querido Juanito, ¡nuestro querido huérfano!… Yo aprovecho este triste momento, para decirte que no te quedas solo en este complejo mundo, pues no sólo te queda tu apreciado padre, ¡quedamos todos nosotros con quien, desde aquí te anuncio, puedes seguir contando!” — había dicho el actual párroco del pueblo dirigiéndose a los silenciosos padre e hijo, concluyendo así la breve ceremonia que se celebró el día del entierro de su madre. Fue delante de aquella buena gente, llana y fácilmente impresionable sentimentalmente, que Don Celestino, pareció esmerarse para que, con sus grandilocuentes palabras utilizadas en su sermón, y los gestos de suficiencia con los que trataba de acompañarlas, quedase suficientemente claro que él, y solamente él, por el hecho de ser el actual cura del pueblo, poseía la autoridad de disponer de los sentimientos de todos sus feligreses.


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