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Juanito El Divino - 03


“Tu hijo es un caso muy especial”, le habían repetido muchas veces desde entonces al que pasaba por ser su padre. Aunque no con estas mismas palabras, nadie había desperdiciado la ocasión para recordarle, de una forma u otra — pero siempre sin llegar a decir que pensaban que era un retrasado — que su hijo no era, ni mucho menos, como los demás chicos que parecían tener su misma edad. Este buen hombre, herrero de profesión, parecía prestar mucha atención a todos los comentarios que, a través de los años, siempre le habían hecho sobre su tan querido hijo Juanito, sobre todo cuando éste alcanzó esa edad en la que, por regla general, los jóvenes empiezan a mostrar su personalidad. Educado y silencioso, el respetado herrero escuchaba pacientemente a unos y a otros sin interrumpirles, pero mostrando al mismo tiempo tal impavidez en su semblante que, sin ser descortés, no dejaba lugar a dudas de que, para él, dijeran lo que dijeran sobre su hijo, carecía de importancia. A veces, hasta daba la impresión de que ni siquiera consideraba la posibilidad de que, lo que le decían sobre su “muchachito” — como solía decir él con extremo cariño — fuera verdad. Serenamente, y sin alterarse lo más mínimo ante esos comentarios que estaba obligado a escuchar sobre la excepcionalidad de Juanito, se encogía de hombros, y como si sus palabras encerrasen un secreto mensaje que lo justificase todo, respondía: “Es mi hijo”. Por regla general, no es fácil aceptar así, sin más, todo lo que se estima distinto, y el caso de Juanito no escapaba a esa regla. Todo aquello que se percibe como algo raro, o excepcional, que por su notoria diferencia rompe, o simplemente altera ciertos esquemas, instintivamente se suele rechazar como si ese rechazo fuera un gesto de defensa ante lo distinto. No resulta extraño que algunas veces, no se sabe por qué, el instinto tiende a considerar lo desconocido como algo potencialmente agresivo, una posibilidad que ya puede resultar algo inquietante. Desde su aparición en el pueblo, la presencia de Juanito, para mucha gente había supuesto algo desacostumbrado, y por lo tanto no muy fácil de aceptar. Había contribuido a ello ciertas costumbres del entonces desconocido muchachito, ya que al poco tiempo de haberse instalado allí junto a sus padres, y ya vencidos los reparos que para él suponía el no conocer bien aquel nuevo entorno, se dedicó a corretear de un lado a otro, dentro y fuera del pueblo, mostrando una especial preferencia por colarse en todas las casas y patios que encontrase fácilmente accesibles. Aprovechando la costumbre que se tiene en los pueblos de no cerrar la puerta de entrada a la casa, conformándose con tener echada la habitual cortina durante el día, él lo había tenido fácil. Aunque siempre fue muy respetuoso respecto al horario de sus visitas, y lo único que hacía era observar en silencio todo lo que encontraba a su paso, el susto que causaba a quienes estuviesen en ese momento en el interior de la vivienda era morrocotudo, ya que, si veía a alguien, se quedaba inmóvil y sonriente con su mirada perdida en algo impreciso. Ni que decir tiene que, esa costumbre, aunque la gente se fue acostumbrando a ella — ¿qué hacer si no? —, muchos fueron los que empezaron a cerrar ya sus puertas con llave.


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Como no podía ser de otra manera, y pese al extraño comportamiento de un muchachito tan peculiar— “tan especial”, como solía decir con indescifrable matiz la que pasaba por ser su madre —, poco a poco la gente se fue acostumbrando a las inofensivas rarezas de Juanito. Y a pesar de que el tiempo, en vez de suavizar tales excentricidades las fue haciendo incluso más evidentes, no sirvió de obstáculo para que llegaran a ser totalmente asimiladas con piadosa condescendencia por unos y otros. Claro que, para los vecinos más próximos a su casa, y por lo tanto más expuestos a esas singularidades, resultaba bastante más difícil de soportar, y aunque terminaron por aceptarle tal cual era, la mayoría lo hizo empleando esa condescendencia que se tiene con el que se le considera anormal y, por lo tanto, inferior. Así las cosas, el rechazo que al principio pudo haber provocado la presencia en aquella pequeña comunidad de alguien tan distinto a los demás, poco a poco fue transformándose en un sentimiento de afectiva compasión. Como en el fondo la conducta de Juanito no comportaba maldad alguna, sino todo lo contrario — siempre dispuesto a hacer de buen grado todo lo que se le pidiese —, resultaba simpático. Incluso para los intolerantes que siempre los hay en cualquier lugar, pasando el tiempo, la mayoría acabó aceptándole ya sin reserva alguna. Como no podía ser de otra manera, en muy poco tiempo Juanito llegó a formar parte indiscutible de la identidad del pueblo y aledaños, llegando a ser tratado por todo el mundo casi como si fuera alguien de la familia.


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