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Juanito El Divino - 02


En esta ocasión eran sólo unos cuantos los que habían tenido el coraje de salir de sus casas ya que, desde el anochecer, el tiempo que hacía, frio y lluvioso, no incitaba a salir a la calle. Allí sentados, alrededor de la estufa que, en esos momentos parecía ser la verdadera protagonista de la pequeña y lánguida reunión, parecían haberse instalado en el silencio que suele envolver la reflexión o, como era el caso, en no tener nada que decir.


juanito el divino

De tanto en tanto, mientras esperaban se completasen las parejas para poder echar sus acostumbradas partidas de cartas, o al dominó, si alguien rompía el silencio, o era para hablar del tiempo que hacía, y lo benéfico que era esa lluvia para el campo, o para decir lo malo que podía ser si llovía demasiado. Llegó un momento que, agotados ya todos estos temas de conversación, el ambiente pareció adormecerse más de lo acostumbrado llenándose de cada vez más largos intervalos de silencio. Esto hacía que se pudiera escuchar con toda nitidez el característico rumor que producía el viento racheado en el exterior del establecimiento. Lo que más se oía era el fragor de la lluvia al chocar violentamente contra los cristales de la puerta y de las ventanas. Fue en un momento en el que parecía que iban a saltar en pedazos, tal era la fuerza del aguacero que los azotaba que, quizá debido a una de esas fuertes ráfagas, la puerta se abrió de golpe y, entre el viento mojado que rápidamente se coló por todos lados haciendo más fría la atmósfera, apareció Juanito. Como acostumbraba a hacer cuando el tiempo le impedía realizar sus largos paseos por las afueras del pueblo, vino a refugiarse a la taberna. Claro que, también como era su costumbre, beneficiarse de la bebida que nunca dejaban de invitarle algunos de los allí presentes o, si se terciaba, era el mismo tabernero el que se precipitaba para ofrecerle su bebida preferida. Luego, ya con el vaso en la mano, lleno a rebosar de la efervescente limonada que tanto parecía gustarle, solía asistir muy concentrado a las animadas partidas de dominó, que disputaban las diferentes parejas de jugadores hasta la hora de irse a dormir. Siempre guardando un silencio absoluto, y manteniéndose a una prudente distancia, contemplaba con rara atención cómo aquellas gentes pasaban las horas muertas construyendo y deshaciendo caprichosas figuritas con lo que, para él, a juzgar por su inexpresivo semblante, posiblemente no eran más que blanquinegros ladrillitos que, a veces, inesperadamente, golpeaban con inaudita violencia sobre el castigado tablero de la mesa.


juanito el divino

Aquella noche, puede que debido al somnoliento ambiente que la lluvia del exterior había establecido en el interior del local, esta súbita aparición, junto al formidable estruendo del aguacero que se manifestó al abrir la puerta, tuvo un efecto casi teatral, como si esta fuera la apoteósica entrada en escena del protagonista de una obra lirica. Aún no había terminado de cerrar la puerta a sus espaldas, mostrando sus ropas extrañamente secas para la tromba de agua que, sin duda, estaba cayendo afuera, que uno de los presentes, tal vez preso de una incontrolada reacción nerviosa debido a la sorpresa sufrida, exclamó visiblemente impresionado: “Hombreee…, tú. ¡Tú siempre estás en todos lados!... — ¡Pareces divino ¡— terminó por remachar aquel hombre que, dando muestras de no haberse recuperado de la sorpresa que le había causado aquella aparición, no estaba como para valorar el alcance de sus palabras y, mucho menos, para saber que lo que acababa de decir era poco menos que una profecía. Enseguida, como si acabase de darse cuenta de la importancia que pudiera tener su expresión, empezó a matizarla, ahora ya tratando de acompañarla de la especial socarronería que casi siempre se le atribuye a la gente del campo. Nunca se sabe cuáles son los caminos que toman ciertas ideas, ni quienes son los “duendes” — si los hay — que trabajan para que unas predominen sobre otras y que, incluso algunas lleguen a resultar trascendentales, pero el caso es que, desde ese momento, a Juan Toledo ya no se le conoció en toda la comarca con otro nombre que el de: el divino. Este sobrenombre resultaba tan pegadizo para unos y otros que, la mayoría de la gente lo adoptó enseguida, sobre todo porque Juanito parecía estar más que satisfecho con esta nueva apelación. Por fin se le veía responder con evidente alegría al oír que le llamaban así. Desde aquella noche todo cambió, ahora si alguien se dirigía a él con este nuevo apelativo se limitaba a exhibir una de sus extrañas sonrisas. En realidad, lo que la gente interpretaba como indescifrables sonrisas, no eran más que esos ambiguos gestos parecidos a las típicas muecas de quien se ríe sólo por dentro. En todo caso, unas gesticulaciones que, además de mostrar un gran número de dientes muy pequeños dentro de una boca inmensa, fijaba tal mirada en su ocasional interlocutor que, más de uno, optaba por desviar la suya. No era fácil soportar aquellos penetrantes y turbadores ojos que, de no haber estado en medio de un rostro infantil, fofo y orondo como el de un muñeco inflado, hubiera ocasionado escalofríos a más de uno en determinadas circunstancias. A Juanito no se le conocía otra familia que la pareja de ancianos que siempre se habían ocupado de él. Claro que, nunca habían faltado los rumores en cuanto a que ellos no eran sus verdaderos padres. Aunque nadie sabía cómo habían nacido esos rumores, y sin que existiera el más mínimo indicio para poder asegurar nada sobre este tema, siempre se había comentado que los auténticos progenitores — al parecer miembros de una sociedad trashumante —le habían, poco menos que abandonado en un pueblo de la zona cuando él tenía unos pocos meses, a una pareja deseosa de tener descendencia. Más tarde, seguramente debido a los avatares de la vida y, sobre todo, a la inestable situación que precedió a la atroz guerra civil que asoló todo el país, apareció por aquellos lugares de la mano de esos supuestos padres adoptivos. Sin duda que, esta pareja de gente llana y de buen corazón — como se pudo comprobar enseguida —, lo mismo que hicieron miles de familias en aquellos momentos de locura fratricida, habrían huido de algunas de las zonas que más sufrían las represalias de tan estúpido conflicto para instalarse en lugares más seguros. Era pues, con estas personas, que había vivido desde su infancia hasta alcanzar aquella especie de extraña adolescencia en la que, desde hacía ya bastante tiempo, parecía haberse quedado anclado. Un estado evidentemente anormal que, junto a otras no menos importantes peculiaridades, evidenciaba que aquel muchacho no era una persona como las demás.





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