Nadie sabía exactamente su edad, en cuanto a su nombre, existían algunas dudas pues, aunque en sus papeles de identidad constaba que su nombre era Juan, él siempre rechazaba llamarse así.
Con la inquebrantable testarudez que demuestran esas personas que la mayoría de la gente, sin el más mínimo conocimiento sobre estos temas, suelen tildar de simples, cuando no, de retrasados, él,
sin pronunciar palabra, utilizaba toda clase de gestos, más o menos elocuentes, para tratar de dejar claro que él no quería que le llamasen con ese nombre. Aunque nunca lo manifestaba verbalmente,
todos los habitantes de aquel pequeño pueblo serrano estaban al corriente de su pacífica y silenciosa discrepancia sobre el nombre que le otorgaban. Y cuando alguna persona de su entorno,
con el fin de echarse unas risas a su costa, le preguntaba cómo quería que le llamasen en lugar de Juan, él nunca respondía. Como si comprendiera sobradamente las intenciones del bromista interlocutor
y quisiera mostrarse condescendiente con él, sin romper su pertinaz silencio, se limitaba a dibujar en su rostro una mueca difícil de interpretar; una inquietante y sardónica sonrisa que, a más de uno,
le hacía sentirse desestabilizado.
Juan Toledo era uno de esos seres bastante especiales que suelen merodear a lo largo del limitado margen que les permite una civilización que, bastante insensible con los que considera distintos, los trata — más o menos respetuosamente —
como anomalías que hay que soportar mirándolos como si fueran transparentes. Sobre todo, esa mal llamada sociedad compuesta de gentes que, absorbidas, o idiotizadas por las actividades que la mayoría de las veces les esclaviza sus insaciables
deseos, sólo tienen tiempo para vivir sus precariedades y sus miedos creyendo que su existencia es la normal.
Los que pretendían mostrar su sensibilidad manifestando la pena que les producía las deficiencias de Juanito — que también existen ignorantes compasivos — no perdían la ocasión de hacer gala de su piedad con él tratándole con cariñosa comprensión,
pero como el que da limosna a un necesitado. Claro que, a la larga, también estas generosas personas acababan hartándose de las quejas y los constantes ademanes de repulsa que Juanito les hacía cuando ellos se dirigían a él utilizando su nombre.
Fácil es de comprender que, para no entrar en conflicto con tan complicado personaje, poco a poco, unos y otros, acabaron por no llamarle ya de ninguna manera y, cuando se veían obligados a dirigirse a él, decían cualquier cosa, menos Juanito.
A veces, para no enojarle y agravar así un problema que tan desagradable acababa resultando para todos, trataban de comunicar con él a base de gestos y otras argucias para no utilizar su nombre. Así fue pasando el tiempo hasta que la mayoría
de los habitantes del pueblo, ocupados en cosas sin duda más importantes que estar pendientes de las peculiaridades del “simplón” de Juanito —como le calificaban sus vecinos, los más amables — casi llegaron a olvidarse de su verdadero nombre.
Lo que sirvió para solucionar este problema casi radicalmente, fue cuando, de una manera tan sencilla como imprevisible, se le bautizó con un sobrenombre que, desde el principio pareció ser de su agrado. Siendo algo tan habitual que, en los pueblos,
a la gente se les conozca más por sus apodos y motes — o como se les quiera llamar a esos seudónimos — que, por sus verdaderos nombres, resultaba normal que, quien no quería que le llamasen por el suyo, tuviera otro apelativo. En este caso, y un
tanto excepcionalmente, no era como sucedía con la mayoría de la gente, que se tiene que conformar y soportar ciertos apodos heredados que, graciosos, o netamente peyorativos, no pueden librarse de ellos. En el caso de Juanito, resultaba indudable
que su sobrenombre contaba con su total aquiescencia. Si él rechazaba el nombre de Juan, y la cabezonería que mostraba para ciertas cosas rendía imposible cualquier razonamiento, sería mucho más fácil buscarle otro, que perpetuar un conflicto que
parecía no tener arreglo.
Un día, un vecino del pueblo, en uno de esos momentos de rara inspiración que, a veces, surge inesperadamente en las personas sencillas, tuvo una ocurrencia que iba a solucionar tajantemente un problema que hasta ese momento parecía no tener solución.
No es un secreto para nadie que, en muchas partes de España, como quizá también suceda en otros países de parecida idiosincrasia, es costumbre que, después de una jornada de trabajo y tras terminar de cenar — sobre todo en época de verano — que
algunos hombres acudan a la taberna del pueblo para reunirse con sus vecinos y amigos para acabar jugando a las cartas o echando alguna partida de dominó. Ese día, más bien, esa noche de finales de febrero, fría como pocas,
sólo se hallaban reunidos en la taberna un reducido grupo de los más asiduos.