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El Caballete

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Para los turistas extranjeros y visitantes de todo pelo, que como si fuera una imperdonable obligación acuden a visitar el barrio de Montmartre, en Paris, no podía pasar desapercibida. Estos modernos exploradores del asfalto, verdaderos adictos de los viajes “low cost”, mochila fofa y cámara fotográfica compacta, que decidían aventurarse fuera del sendero indeleblemente marcado por los que los que les precedieron, quedaban sorprendidos al toparse con este gran caserón de cinco pisos más un ático que, a modo de copete, coronaba aquel imponente edificio.

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Este poco estético último piso, al estar retranqueado, no sólo chocaba con la elegante línea de las que gozaban la mayoría de las casas construidas en París allá por los años 1900, sino que, además, por su anodino diseño y vulgar construcción, evidenciaba haber sido añadido bastante tiempo después de que fueran colocadas las últimas piedras que componían el resto de aquel soberbio edificio. Claro que, aparte de sus finamente tallados adornos en la piedra y sus artísticas barandillas de hierro forjado con las que remataba los balcones, lo que más curiosidad despertaba al contemplar aquella casa era que, al observarla desde cierto ángulo, daba la impresión de haber sido construida justo en medio de una calle, a la que, con su presencia, convertía en dos desiguales callejones. Ni que decir tiene que, aunque fuera ese su propósito, estos circunstanciales callejones sin salida, acentuaban aún más su indudable majestuosidad y, sobre todo, un indiscutible protagonismo. El conjunto de todos estos detalles hacia que las otras casas que la que la circundaban, siendo además de menor envergadura, quedaran completamente anuladas con su presencia. Consciente de su importancia, parecía querer ningunearlas empeñándose en dejarles únicamente la posibilidad de ser observadas o fotografiadas solamente como relleno en apoyo a su propio esplendor.
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Tanto los obedientes seguidores de los viajes programados, como todos esos ocasionales y apresurados admiradores ávidos de amortizar sus cortos desplazamientos a fuerza de fotografiar cualquier cosa, parecían no poder evitar resaltar aquella casa. Incluidos, como es lógico, aquellos que suelen recorrer la Butte Montmartre con la idea de ver de cerca algo que los corrobore algunas de las estrambóticas historias, contadas o leídas, en torno a los grandes artistas ocultos en algún oscuro rincón de sus misteriosas callejuelas.
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Alguien en el pasado, puede que uno de los numerosos nostálgicos de las hazañas de aquel soldado corso que andando el tiempo tuvo la osadía de auto coronarse emperador, para recordar aquellos tiempos de “grandeur”, ordenara construir un presuntuoso arco decorativo a la entrada del más corto de los callejones que, precisamente, era el que conducía a la entrada principal del edificio. En realidad, nadie sabía nada que pudiera explicar la presencia de aquel arco. De su historia, como la de tantas cosas relativas a un lugar tan especial como es la Butte Montmartre, eran eso: historias. Creíbles o no, en todo caso siempre han sabido hacer las delicias de cualquier turista que se precie. Lo que sí evidenciaba claramente dicho arco es que hubo un tiempo en el que se permitía construir arcos y demás filigranas gloriosas a quien tuviera el capricho de correr con los gastos de su construcción.
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Un conocido anciano del lugar — un curioso personaje fuera de edad que daba la sensación de que su domicilio era la calle y las tabernas de Butte — aseguraba que él, siendo todavía un jovenzuelo, había tenido la suerte de haber conocido al señor que ordenó construir aquel “glorioso arco”, solía decir muy presuntuoso delante de quien quisiera oírle. “Aparte de haber conocido a gente tan importante, como la Patachou, Lautrec y Picasso, y otras no menos famosas personalidades, también tuve el gusto de conocer a quien mandó construir este arco en honor de la gloria nacional”, decía este buen hombre con un aire de tan exagerado orgullo que, como le pasa a cualquier orgulloso, hacía el ridículo. A veces, según vislumbrara la posibilidad de hacerse invitar a beber algo gratis por los circunstanciales oyentes, iba más lejos en sus confidencias, y mientras bajaba la voz como si fuera a revelar algo prohibido decía que aquel señor, amante del nefasto licor verde tan popular entre los artistas de aquella época, fue un rico propietario — nunca se acordaba de qué —, que, habiendo venido a menos, había terminado habitando uno de los destartalados apartamentos de aquel caserón. Mientras hablaba, dando detalles adicionales sobre la residencia de aquel misterioso señor; imperialista y ferviente consumidos de absenta, el pícaro vejete, con la experiencia adquirida en similares situaciones, mientras contaba estas historias sopesaba el efecto que iban produciendo sus palabras en los ocasionales oyentes y, así, poder calcular la importancia de la esperada invitación. Cuando lo estimaba propicio, mientras mantenía uno de sus ojos casi cerrados y abría desmesuradamente el otro — en el que dejaba asomar entre rojas acuosidades un peculiar brillo de picardía —, bajando aún más la voz aseguraba que en realidad aquel caballero se había refugiado en aquella casa en compañía de una pandilla de putas y artistas hambrientos de pan y de gloria. ¡Se pueden figurar, de aquellos antiguos “genios” de enorme bufando como abrigo y de plato de comida a cambio de algún cuadro!, puntualizaba levantando ahora su voz de borrachín en un calculado golpe de efecto que hacía que sus confidenciales palabras adquiriesen un fuerte matiz de misterio. “Fue precisamente para cobijar a toda esa gente que, al mismo tiempo que el arco, hizo construir ese añadido y feo último piso que corona la casa “, terminaba diciendo mientras se apresuraba a beberse la gratis y bien merecida consumición que el camarero, un poco cómplice, ya le había servido a cargo de cualquiera de los interesados oyentes. Claro que, todas estas revelaciones, no eran más que las que correspondían a uno de los muchos rumores que siempre habían circulado por el barrio y que, aquel viejo parlanchín; enardecido por la esperanza de obtener así alguna bebida gratis, iba contándolos como cosa vivida por él mismo con la misma nitidez y riqueza de detalles con que solía contar cualquier otra de las innumerables historias y secretos que ya forman parte inseparable de Montmartre. Incluso a veces, según considerase al publico oyente, remataba sus confidencias confesando sus peligrosas actividades en el mismísimo seno de la “gloriosa resistencia francesa”—decía él — contra el invasor alemán durante la última guerra mundial. Entre todas las habladurías que siempre han circulado por la Butte Montmartre, a cual más increíble, también se solía escuchar que la gran letra N que podía verse tallada en bajorrelieve en el centro de aquel arco — ya algo desplomado por el tiempo y para no ser menos que las dos casas en las que se apoyaba —, no representaba la primera letra del nombre del que aún sigue siendo gloria nacional de casi todos los franceses, sino que era la inicial de aquel acomodado señor, un poco mecenas y bastante putero, que se llamaba Norbert. Historias verdaderas o inventadas. Muchas de ellas, retocadas una y otra vez por la inefable mano del tiempo que todo lo transforma, y otras — como ocurre con buena parte de la historia de la humanidad — simplemente amañadas por la voluntad y oscuros intereses del hombre desde que algunos, los más aprovechados, notaron que siempre hay alguien propenso a escuchar, e incluso a creer todo lo que se les cuenta. En todo caso, hace ya mucho tiempo que un sinfín de leyendas, verdaderas o inventadas, creíbles o no, forman parte de la identidad del tan famoso barrio parisino.

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