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El Caballete

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Eran ya pasadas las nueve de la noche cuando por fin logramos reunirnos en la cafetería del hospital los amigos más próximos de Felicién. para ser exactos, los cinco amigos que verdaderamente compartían su intimidad, entre los que me contaba yo. Fue a este reducido grupo de amigos a los que llamé por teléfono desde el hospital, tras constatar, ya sin duda alguna, que Felicién se hallaba en el tanatorio. En realidad, llamé a unos cuantos más, pero, cómo todo el mundo sabe, es en el infortunio en donde se efectúa la selección natural de las verdaderas amistades. Con los que conseguí comunicarme esgrimieron con tanta habilidad sus razones para no poder acudir a la reunión que yo les proponía, que, en algunos casos, hasta me sentí obligado a excusarme por habérselo propuesto. Sentados en un rincón de la no muy acogedora cafetería del hospital, mientras cuatro de nosotros nos dedicábamos a devorar unos insípidos bocadillos de jamón y queso sacados de una maquina con las monedas que pudimos reunir entre todos, Paul, que ya había cenado antes de acudir a la reunión, se dedicaba a mirar constantemente su reloj sin decir nada. Envueltos en el ambiente tristón de estos lugares al estar medio vacíos, entre bocado y bocado, yo iba explicando, sin mucho rigor cronológico, todo lo acaecido en las últimas horas que tuviera relación con nuestro recién fallecido amigo Felicién. Sin poder ocultar mi emoción, que era profunda y sincera, les fui contando con todo detalle la última conversación que había mantenido con él y la impresión que me había causado su manera de expresarse, pero, sobre todo, su aspecto incompresiblemente envejecido. Lo que sí omití decirles fue lo sucedido el día anterior en el estudio. ¿Qué decirles al respecto? — pensé mientras hacía mentalmente una selección de lo que debía decir y lo que estaba obligado a callar —¿Acaso aquel encuentro en su estudio no era un secreto entre Felicién y yo? Tengo que respetar sus decisiones, sobre todo que, si él hubiera querido que se supiera aquel… en fin, su secreto, ya lo hubiera comunicado él mismo — me decía yo apurando el café ya completamente frio que aún me quedaba en mi vaso de plástico. Decidido a no decir nada más que lo estrictamente necesario, evite mencionar nada que los demás no supieran ya. No obstante, pensé que estaba obligado a comentarles mi reciente visita al estudio de Felicién para recoger algunas de sus cosas. Sin dar ningún detalle al respecto, les mostré la bolsa que en todo momento había mantenido en mi poder. — Aquí está todo lo que el pobre Felicién me pidió que recogiera de su estudio — les dije como si así diera por finalizado mi relato sobre el trato mantenido con Felicién desde mi regreso a Paris. Enseguida, como si ya todo estuviera suficientemente aclarado, abordé el tema por el cual nos hallábamos reunidos allí. Sobre todo, insistí sobre lo importante que era buscar entre todos nosotros soluciones para tantas y tantas cosas que, como íntimos amigos que éramos, nos tocaba resolver.

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— Lo primero y más urgente que debemos hacer es reunir y entregar a la administración del hospital todos los documentos que me han pedido concernientes a Felicién — les dije con la autoridad que otorga ser el primero en estar involucrado en este asunto. — Me han dicho que son imprescindibles para poder formalizar todos los tramites que supone una defunción. Especialmente de alguien que no parece tener familia, han insistido mucho en este detalle — añadí ahora como si fuera el típico maestro de escuela dirigiéndose a su joven alumnado por primera vez. Sin darles tiempo para responderme, y ahora poniendo todo el énfasis que era capaz en un momento tan dramático, comencé a advertirles que éramos nosotros los que teníamos que ocuparnos de todo ese papeleo. Somos nosotros los que tenemos que asumir los deberes de una familia, ya que, como vosotros habéis escuchado mil veces decir a Felicién: ¡Yo no tengo familia! — Eso no es, ni puede ser verdad, ¡Todo el mundo tiene alguna familia! — refunfuñó, todavía con la boca llena unos de los presentes. Yo aproveché esta interrupción para hacer un alto en mis buenos oficios como conciencia colectiva, no sólo para dar fin a la segunda parte de mi bocadillo que había tenido olvidado debido a mi total entrega a un monólogo de tanta gravedad, sino también para escuchar lo que tuvieran que decir los demás. Aunque ninguno de ellos había puesto dificultad alguna para acudir a mi llamada y ahora me habían escuchado con respetuoso silencio, hasta incluso en algunos momentos de narración habían dejado de masticar para expresar en sus rostros un aire compungido, ninguno de ellos parecía muy entusiasta de lo que les anunciaba en cuanto a la responsabilidad que teníamos nosotros como únicos amigos del difunto. Observando sus semblantes, estaba claro que estaban lejos de expresar un gran entusiasmo por tener que apechugar con la tarea que yo les anunciaba. Conociéndolos como yo les conocía no me sorprendió su actitud — ya que correspondía perfectamente a la opinión que yo tengo sobre la amistad —, lo que me hubiera sorprendido hubiera sido lo contrario. Ni que decir tiene que, a partir de ese momento, aunque parecían seguir interesándose por el tema, acribillándome a preguntas sobre las causas que habían motivado la muerte de nuestro amigo, como si yo, por haber sido el primero que había acudido al hospital a visitarle y ser el último que le había visto con vida, tuviera la obligación de estar al corriente de todo. — Os aseguro de que yo tampoco sé exactamente lo que puede haber sucedido y aún menos las causas de su muerte — terminé diciendo cuidando de no mostrar el fastidio que me causaban sus insistentes preguntas, eso sí, abarcándoles a todos con una mirada con la que creía dejar bien claro que rechazaba un protagonismo que no merecía. — Cuando hable con él por teléfono esta mañana, no hizo alusión a nada verdaderamente importante, ni me dio muchos detalles, solamente que la noche anterior había padecido una especie de mareos y que, al sentirse mal, había llamado por teléfono a urgencias. Os podéis imaginar, los de urgencias acudieron y, según me contó él luego en el hospital casi en tono de guasa, después de examinarle y tomarle la tensión decidieron ingresarle aquí. A partir de todo esto que acabo de deciros, yo sé tanto como vosotros, — les dije con firmeza, dejando claro que, por mucho que me preguntaran, no podría aclararles lo que había causado la muerte de nuestro amigo. A partir de ese momento, las preguntas nos las hacíamos a nosotros mismos, unos y otros íbamos rememorando los momentos vividos con Felicién tratando de encontrar algo que pudiera servir de pista para comprender lo que había sucedido. — No sé si vosotros, que habéis seguido viéndole durante mi ausencia, habéis ido notando el cambio físico que yo he observado después de tres meses sin verle…, Cuando le he visto esta mañana en la cama del hospital me ha dado la impresión de había envejecido anormalmente — dije omitiendo que esa impresión la había tenido el día anterior cuando le había visitado en su estudio —, claro posiblemente, el lugar, y las condiciones en las que le he visto después de tanto tiempo y, sobre todo, tras pasar una mala noche, me hayan hecho tener esa impresión.
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— En todo caso: os aseguro que, a juzgar por su aspecto, nada hacía pensar que estaba para morirse; hemos hablado normalmente de un poco de todo antes de pedirme que le hiciera unos recados… y, como vosotros ya sabéis, al volver ya no le he visto con vida — continué diciendo después de un corto silencio que nadie rompió esperando que diera más detalles que justificaran esa impresión que acababa de confesarles. — Lo increíble es que el medico que me ha comunicado su muerte, al preguntarle yo por las causas que habían originado su inesperada defunción ha confirmado esa impresión mía, ya que me ha dicho que ha muerto de viejo. Bueno, exactamente me ha dicho que, no comprendía que alguien de esa edad pudiera estar aún con vida. — ¿Cómo? ¿Qué dices? — respondieron casi al unísono mis compañeros como si acabara de anunciarles que yo era un extraterrestre. — ¡Sí, sí, de viejo! ¿Qué os parece? “Anormalmente gastado”, me ha dicho, exactamente con estas mismas palabras, el geriatra que le ha atendido desde su ingreso al hospital. ¿Comprendéis algo vosotros? — increpé a mis aturdidos compañeros que, ahora sí que me miraban como si fuera un extraterrestre — ¡Ha muerto gastado por la edad alguien que posiblemente no tendría más de sesenta años! — ¡Bueno!, sea como sea, y aunque lo que me han dicho sea incomprensible, casi de locura, desgraciadamente ya no tiene mucha importancia, puesto que la realidad es que nuestro amigo Felicién ha muerto. — acabé diciéndoles con cierta brusquedad, tanto para sacarles del evidente atontamiento que parecía tenerles paralizados, como para frenar la emoción que, de golpe, yo sentía que me iba invadiendo. — Ahora, si me lo permitís, preferiría no tener que hablar más de esto — termine diciéndoles sin poder ocultar mi creciente emoción. Urgía cerrar la posibilidad de que, con sus comentarios, yo me viese obligado a tener que dar más detalles corriendo así el riesgo de que alguno de ellos, sin querer, desvelase lo que con tanta firmeza yo seguía negándome a desvelar. — Ha sucedido lo que todos sabemos que ha sucedido, y no hay que darle más vueltas. ¡Esto es lo que hay! Lo que sí está bastante claro es que ahora tenemos que ocuparnos de este asunto hasta que se encuentre algún familiar… Como acaba de insinuar ya uno de vosotros, y yo comparto también esa idea de que algún familiar tendrá, pienso que mientras aparece ese pariente algo tendremos que hacer nosotros, ¿no? — añadí unos instantes después para mostrar el camino que, a mi juicio, estábamos obligados a seguir. Luego, tras el leve movimiento afirmativo que creí notar que todos hacían con la cabeza, continué diciendo que esa familia que nosotros ya dábamos por descontado que existía, fuera próxima o lejana, acabaría dándose a conocer, no fuera más que para hacerse cargo de la herencia. En fin, de todos sus bienes… Algo de lo que nosotros, que yo sepa, poco sabemos. Claro que, hasta que todo esto suceda, es presumible que pueda trascurrir algún tiempo y, mientras tanto, según me han dicho en la dirección del hospital al identificarme yo como el ocasional representante de un reducido grupo de amigos del difunto, hay algunas cosas que hay que resolver de inmediato. “Nosotros vamos a hacer todo lo posible por encontrar esa familia, incluso, al tratarse de alguien que no ha nacido en Francia, nos pondremos en contacto con la embajada de su país de origen para que sean ellos quienes la encuentren”— me han explicado, al mismo tiempo que me han dicho que, como buenos amigos del difunto, cuentan con nosotros para solucionar los temas administrativos más urgentes. — ¿Nos puedes decir tu qué es lo que podemos hacer nosotros? — me increpó rápidamente Paul sin disimular su fastidio por verse involucrado en algo que no esperaba. Su pregunta no me molestó tanto como el acento de irritación que había empleado en formularla precisamente uno de los amigos más íntimos de Felicién. A decir verdad, lo que a mí más me molestaba era que la pregunta, sobre todo, la manera de hacérmela, me colocaba a mí como el interlocutor responsable sólo por haber sido el primero en acudir al hospital. Aunque bastante molesto por el giro que tomaba aquella reunión, en la que todos mis amigos parecían haberse puesto de acuerdo para otorgarme a mí el liderazgo que les libraba ellos de toda responsabilidad, eludí una discusión que podía llevarnos muy lejos, ya que, sin duda acabaríamos lanzándonos reproches unos a otros. Enseguida llegué a la conclusión de que, además de no ser el momento ni el lugar para hacer ese tipo de ajuste de cuentas que a menudo se hace entre amigos, ese pequeño rifirrafe, nos alejaría de un tema tan sumamente serio como el que nos había reunido allí. — Yo pienso que, ya que nosotros somos los amigos más cercanos que tenía Felicién, casi se puede decir que éramos su única familia, al menos eso afirmaba él después de tomarse unos vasos de su tan horrible vino, ahora estamos obligados a demostrarlo — dije con autoridad como si así asumiera el liderazgo que tácitamente me estaban otorgando. — Recuerda que el que más presumía de esa amistad eras tú ya que siempre estabas repitiendo que erais como hermanos por haber vivido juntos durante un tiempo, y eso mucho antes de haberos conocido yo — me precipité para añadir mirando fijamente a Paul que, cosa rara en él, ni siquiera respondió de tan abochornado como se sentiría en esos instantes. — ¡Bueno, dejemos todo eso ahora, en estos momentos lo que debemos hacer es tratar de cumplir con nuestro deber como amigos y punto! Entrar ahora a deliberar estúpidamente quién eran los más, o menos amigos, no nos hará avanzar en nuestro cometido, sobre todo que, lo que debemos hacer, no es para tanto — subrayé ahora sintiéndome más líder del grupo que nunca. — Lo primero que tenemos que hacer es ir inmediatamente al estudio y tratar de encontrar los documentos que nos han pedido que les entreguemos los de la oficina del hospital, los únicos documentos que yo no he recogido en mi visita anterior debido a que no constaban en la lista que me dio Felicién. Ahora se trata del pasaporte y demás documentos de identidad y, sobre todo, los posibles contratos de alguna mutua y otros seguros, y de manera muy especial, si existe alguno de defunción.
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— ¡Aquí tenéis apuntados todos para que, el que vaya, o los que vayáis, no se os olvide ninguno! Como da la circunstancia de que yo tengo las llaves del estudio, no creo que realizar esto que nos han pedido, suponga un gran esfuerzo cumplir con nuestro deber de amigos. — Ahora sólo os queda poneros de acuerdo entre vosotros para ver quién es el que tiene que ir. Yo creo que yo ya he cumplido con mi viaje precedente, así que ahora me quedaré aquí esperando ¿vale? — les dije levantándome de la mesa con la intención de ir a buscar otro café ya que estaba seguro de que la noche prometía ser larga. Claro que, al leer en los ojos de cada uno de mis compañeros que no debía dejarles solos. me hizo renunciar momentáneamente a mi proyecto cafetero. Enseguida comprendí las razones por las que solicitaban mi presencia. No había que ser un lince para ver que sus miradas no expresaban ningún entusiasmo por la proposición que acababa de hacerles, ya que ninguno se había movido para recoger la lista que yo les había dejado encima de la mesa junto a las llaves del estudio de Felicién. Rápidamente cada uno de ellos empezó a esbozar pretextos de toda índole con evidentes ánimos de zafarse de tener que cumplir con una misión que ya bien sabía yo que, además de engorrosa, no tenía nada de agradable. — Reconozco que teníamos buena amistad…, pero, no tanta como para ahora representar a la familia — decía uno. — En mi caso, sólo nos veíamos ocasionalmente — soltaba otro. — Pues a mí, ni siquiera me invitó a ver su nuevo estudio — se precipitó a decir otro que hasta este momento no había dicho ni palabra. — Tampoco me ha invitado a mí y no me quejo… Me decía que pronto iba a hacer una fiesta para reunirnos a todos — argumentó otro un tanto socarronamente. Sin embargo, enseguida todos parecieron estar de acuerdo en que nadie mejor que yo para realizar esa tarea, puesto que, como argumentaban cada uno a su manera, yo conocía bien el camino por haber estado ya allí unas horas antes. El tremendo escalofrío que sentí al verme de nuevo solo en aquel estudio revolviendo en los cajones de Felicién buscando entre sus cosas personales los documentos requeridos por el hospital, me hizo olvidar la profunda decepción que me estaba ocasionando las execrables excusas de aquellos ingratos y falsos amigos que me rodeaban. ¡De ninguna manera cumpliría yo solo aquella tarea! — me dije a mi mismo con inquebrantable firmeza. — ¡Ni soñéis que yo voy a ocuparme de realizar esta tarea yo solo! Ya lo he hecho una vez, ¿Vale? De todas maneras, yo creo que esta es una misión que debemos realizarla entre todos — les dije con la fuerza que me confería el haber cumplido ya con esta misma misión sin la mínima queja y sin haber recurrido a nadie. — Todos somos amigos, ¿no? Más íntimos unos, y algo menos los otros, lo que no se puede negar es que todos manteníamos relaciones de amistad con nuestro querido amigo Felicién — manifesté clavando mis ojos en los de todos ellos y aumentando mi tono de voz como si estuviera dispuesto a morder la yugular del primero que dijese algo en contra. — Además, así nadie podrá sospechar de ninguno de nosotros por si luego faltara alguna cosa — me apresuré para añadir ya con una voz más apacible, un tanto chirigotera. Tal vez todavía sorprendidos por mi agresiva actitud anterior, pero, sobre todo, por la firme determinación que habían dejado translucir mis palabras en cuanto a mi negativa a ocuparme yo solo de algo que nos concernía a todos, no tardaron mucho en encontrar mí sugerencia completamente razonable. No obstante, los más reticentes, como última posibilidad de auto excluirse de la expedición enseguida dijeron que con que fuéramos tres era más que suficiente. Al final, tras varios cruces de opiniones, y para disimular el egoísmo mostrado, todos se unieron a las decisiones del grupo. Estando ya en el coche de uno de ellos camino del domicilio de Felicién, mientras ellos discutían sobre el camino a seguir para llegar lo antes posible a Montmartre. yo iba reflexionando sobre lo que nos esperaba en el estudio de Felicién. A saber, como van a reaccionar cuando vean lo que yo he visto, me preguntaba yo intrigado. A punto estuve de ponerles al corriente de todo lo que yo ya sabía sobre tan sorprendente asunto para que ellos no experimentaran tanta sorpresa al verlo, pero, al final opté por no decirles nada. Que cada uno afronte la misma experiencia que yo he tenido que afrontar y saque sus propias conclusiones después, me dije para mis adentros pensando que lo más prudente era callarme y así dejar ya de ser el único implicado en aquella verdadera historia de locos. Además, si les desvelo este asunto, me veré forzado a darles algunas explicaciones, y ¿Qué puedo decir yo sobre algo que ni yo mismo alcanzo a comprender? — me preguntaba yo pensando en lo complicada que era mi situación. ¡Bueno!, si luego intentan reprocharme el no haberles hablado antes de la existencia de todos esos cuadros tan particulares, siempre me queda el recurso de decirles que en mí solitaria visita anterior, tan ocupado había estado en cumplir con el encargo me había hecho Felicién, que ni me fijé en ellos, o incluso que ni siquiera estaban colgados allí. Claro que, seguro que enseguida caerán en la cuenta de que, habiendo sido yo el último en pasar por el estudio, todo lo que hallaremos ahora yo ya tenía que haberme apercibido de ello antes — pensé sintiéndome pillado en una mentira tan burda que me sería imposible de soslayar. ¡Bueno!, insistiré en que, tan preocupado como estaba por el estado de Felicién, y todos los acontecimientos que habían hecho que yo me encontrase allí en ese momento, más las prisas, impidieron que yo no me fijase en nada más que en lo había venido a buscar.
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Sabía que esta excusa no era demasiado creíble pero no se me ocurría otra mejor, pero enseguida me dije que quizá estaba angustiándome por nada ya que posiblemente a ellos les pasaría lo que a mí cuando pensé que no eran más que unas buenas láminas — me dije para tranquilizarme. Cuando, tras no pocas peripecias, por fin nos vimos delante de la puerta del estudio del amigo Felicién, yo, pretextando cierto nerviosismo emocional — que en verdad sentía, pero por otros motivos que el fingido — di las llaves a uno de nosotros para que fuera él ahora quien tuviera que pelearse con la terca cerradura y, así, mientras él conseguía abrir la puerta, yo trataría de me posicionarme en la retaguardia para ser el último en entrar. Quién sabe si fue el destino, ese que, a veces parece ocuparse también hasta de las cosas más nimias, quien hizo que ahora la cerradura se abriese sin ninguna dificultad. Bastante contrariado al ver que nada salía según mis deseos, pensé que no debí caerle simpático a la cerradura en nuestro primer encuentro ya que me hizo sudar lo mío hasta conseguir que se abriese, o que mi compañero era mucho más hábil que yo con la llave. El caso es que, como no tuve tiempo suficiente para poder rezagarme hasta quedarme atrás como era mi intención, todos mis amigos, en un alarde de inhabitual cortesía, se apresuraron para cederme el paso forzándome a que yo entrase el primero para indicarles el camino, ya que —como todos me indicaron — de todos nosotros, yo era el único que conocía el lugar. Bastante chafado por verme obligado a hacer precisamente lo que yo no quería hacer, me aventuré, una vez más, en aquel silencioso estudio con la sensación — entre otras sensaciones desagradables también— de ser partícipe de una violación colectiva de la intimidad de un difunto. Nada más cruzar el umbral, el ambiente de aquel pesado silencio y fuerte olor a cerrado que tanto llegó a turbarme en mi visita anterior, hizo que ahora me sintiera otra vez mal, aún peor que entonces, si cabe. Ahora notaba que mi cabeza, habiendo perdido peso, me daba vueltas hasta hacerme creer que de un momento al otro se caería al suelo. Claro que, como no deseaba agravar más la situación, y como tampoco tenía deseo alguno en participar en la búsqueda de aquellos dichosos papeles que habíamos venido a buscar, me quedé en la minúscula entrada a un lado de la puerta recién abierta pretextando una debilidad que en realidad estaba sintiendo permitiendo que pasaran todos los demás. Ya sin ningún miramiento y sin decir palabra todos ellos se introdujeron en tromba al estudio. Yo, aunque desde donde yo estaba no podía verlos, me los imaginé que, una vez dentro, enseguida empezarían a curiosear por todos lados. La verdad es que, con la excusa de tratar de localizar todo lo que habíamos venido a buscar estaba seguro de que cada uno por su lado mostrarían su curiosidad sin ningún reparo. ¿Qué pensarán que pueda tener escondido aquí el pobre Felicién? — me decía yo apoyado en la especie de tabique que formaba el montón de cajas apiladas de aquel diminuto recibimiento sin atreverme a entrar en el estudio. Ahora ya me sentía mucho más tranquilo, sobre todo, sabiendo que mis atareados amigos, no necesitando mi ayuda, me habrían olvidado completamente, lo que me permitía esperarles allí mismo, en la puerta, sin tener que entrar al estudio para nada. Era cierto que seguía encontrándome bastante alterado, un malestar generalizado que, aunque donde yo me había quedado respiraba el aire algo menos enrarecido que venía de la escalera, todavía notaba mi cabeza bastante ligera. Sinceramente, no me sentía con fuerzas suficientes para, en el caso de decidir entrar al estudio, soportar aquel decorado que seguía recordándole como una verdadera pesadilla. Y aún menos, para participar en aquel auténtico registro policial que, estaba seguro, estarían realizando sus compañeros. Solamente pensar estar frente aquel caballete, protagonista indiscutible de aquella demencial historia de los cuadros falsos que luego resultaron ser auténticos me ponía los pelos de punta. Ahora, mientras repasaba mentalmente algunos detalles de la extraña experiencia vivida allí mismo dos días antes, permanecía atento a los ruidos que provenían del interior. Entre los característicos ruidos del constante abrir y cerrar cajones y puertas de los armarios, oía los murmullos de las pocas palabras que cruzaban entre ellos mis amigos. En realidad, yo estaba impaciente esperando oír las exclamaciones que sin duda expresarían al ver aquellos increíbles óleos que yo había visto y, hasta tocado para cerciorarme de su veracidad, sólo unas horas antes. Con creciente ansiedad esperaba que, de un momento a otro, me llamarían para hacerme partícipe del extraordinario hallazgo que sería para ellos. Tras el tiempo que ya había transcurrido, me parecía inaudito que todavía no hubiesen reparado en una cosa tan evidente, claro que yo tampoco había notado nada hasta que Felicién insistiera en hacerme partícipe de aquella disparatada historia concerniente al caballete y Renoir.

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