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El Caballete

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Sin poder ocultar la turbación que me causaba sentirme atraído por aquella masa de brillante madera, lo mire con sumo respeto. He de confesar que no tuvo que transcurrir mucho tiempo para que yo, no queriendo caer bajo su hechizo, me vi obligado a deslizar mi mirada hasta enfocar con ella únicamente el cuadro que tan orgullosamente parecía estar exhibiendo él en ese momento. Enseguida me di cuenta de que caballete y cuadro eran la misma cosa, y si no lo eran verdaderamente, sí parecían estar compinchados para hacerme sentir que para poder existir dependían el uno del otro. ¡Soy un tarado o me estoy volviendo loco! — me increpé al instante reaccionando con sensatez ante lo absurdo de tales pensamientos. Sin embargo, a pesar de mi férrea oposición a la influencia que podía ejercer en mí lo que me había contado Felicién, y el firme deseo de no dejarme subyugar por las sensaciones que parecía querer transmitirme el ambiente que me rodeaba, no podía negar la realidad de aquellos cuadros. ¡No cabe duda alguna de que son verdaderos! — no pude evitar exclamar como poseído por cierto encanto mientras mi cabeza parecía flotar en alguna parte desconocida — ¡Ese cuadro, no solamente es un auténtico Renoir, sino que es uno de los mejores que él jamás haya pintado! ¡Es magnífico! ¡Es una versión del baile del Moulin de la Galette totalmente inédita! — me dije casi con la arrogante autoridad de algunos expertos, notando como si, al mismo tiempo, cientos de finas agujas se clavaban en alguna parte de mi cuerpo. Ahora, sabiéndome solo, sin la influencia del vino ingerido y, sobre todo, sin los residuos del cansancio acumulado tras haber realizado recientemente un viaje tan largo, me acerqué a aquellas pinturas que ya había visto en mi visita anterior para poder comprobar que se trataba de verdaderas pinturas al óleo. Ahora ya sin reticencia alguna, aunque, eso sí, muy delicadamente, comprobé con la ayuda de mis dedos que en algunos lugares del cuadro el óleo aún seguía estando fresco. Obligado a tener que rendirme a la evidencia de que se trataba de verdaderas obras de arte, me dejó bastante confuso sin saber que decir o hacer, ni siquiera, qué pensar. Todas mis dudas, y mis cartesianas reflexiones anteriores, a las que habitualmente recurría para tratar de explicarme el mundo en el que vivía perdían credibilidad. Ahora, todas las ideas que yo tenía ya como incuestionablemente válidas sobre la tan cacareada realidad, incluido aquel “Cogito, ergo sum”, quedaban diluidas como si hubieran sido sal en el agua. ¡Cómo explicarme a mí mismo la realidad que tenía ante mis ojos! — me decía yo con lo que me quedaba de una rebeldía a punto de desaparecer. ¡Esto no es posible!... Sin embargo, lo es — concluí cediendo a la evidencia y pensando que tal vez, todas estas innumerables sombras y contradicciones existenciales, algún día las podamos comprender si llegamos a profundizar en el desconocido universo cuántico.

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De pronto, rehuyendo examinar más cuadros, y sin querer seguir pensando más en todo lo relacionado con aquella auténtica locura en la que ya me parecía estar atrapado, me apresuré a recoger a toda prisa las cosas anotadas en el papel que me había dado mi amigo en el hospital. Unos minutos después, y sin mirar a mi alrededor, sobre todo, a ese caballete que me hacía sentir su presencia como si de un ser viviente se tratara, atropelladamente lo fui metiendo todo en el bolso de viaje que, según me había indicado Felicién encontraría dentro de un armario, y salí disparado de allí como lo hubiera hecho un vulgar ladrón tras cometer su fechoría, eso sí, cuidando de cerrar bien la puerta como Felicién me había encomendado que lo hiciera. Sólo cuando ya me vi de nuevo en la calle caminando a grandes pasos en dirección de la boca del metro, respiré profundamente como si acabara de escapar a una catástrofe.
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Ya estaba en el andén esperando que salieran algunas personas de uno de los vagones, para precipitarme en el interior que caí en la cuenta de que en mi estampida del estudio, había olvidado cumplir uno de los encargos que me había hecho mi amigo, que, a juzgar por las veces que me había repetido que no me olvidase de cubrir con la tela negra el caballete, parecía ser algo muy importante para él. ¡Bah!, no creo que una cosa tan banal tenga tanta trascendencia. Ni para él .ni para nadie — me dije ya como excusa a un fallo mío mientras pensaba que por nada del mundo volvería a entrar en aquel lugar, y mucho menos para cumplir con lo que parecía ser un pequeño capricho de alguien tan supersticioso como estaba demostrando ser Felicién en estos últimos tiempos. De todas formas, en el supuesto que ahora me hiciera alguna pregunta o alusión concerniente a este asunto sólo tengo que responderle que todo se ha hecho siguiendo exactamente sus instrucciones. — me dije para tranquilizarme. Una precoz y oscura noche ya se había instalado en Paris cuando subía el último tramo de las escaleras del metro. La desagradable y fría humedad que sentí al volver pisar la calle me hizo salir bruscamente de todos los pensamientos que me habían tenido ensimismado durante todo el viaje. Tal vez fuera por esta razón que, esta vez, el largo trayecto recorrido, me pareció extremadamente corto. Sólo había recorrido unos cuantos metros en dirección del hospital en donde sin duda alguna me estaría esperando mi amigo para que le entregase la bolsa con sus enseres que ahora colgaba de mi hombro, que ciertas sensaciones tenidas recientemente en su estudio volvieron a ocupar mis pensamientos. Aún mi maltrecha razón se debatía entre algunos de ellos cuando, casi sin darme cuenta, ya me encontraba frente a las puertas del hospital que, dicho sea de paso, ahora le encontré aún más deprimente que la vez anterior. Haciendo acopio de todas mis fuerzas para contrarrestar el rechazo que inconscientemente sentía para entrar en el edificio, tras respirar profundamente, penetré en su vestíbulo Como ya conocía el camino, recorrí muy decidido aquella multitud de largos pasillos, a estas horas tan desiertos como lo estaban las salas de espera que fui cruzando — en las que parecían bostezar de aburrimiento esas máquinas de café y de chucherías que sólo sirven para entretener el estómago — hasta alcanzar la zona en la que se encontraba Felicién. Ágilmente, a pesar de la bolsa que ahora ya portaba en la mano, subí la corta escalera que desembocaba en el amplio y largo corredor en donde se hallaban las habitaciones. Desde lejos me dio la impresión de que la puerta que correspondía a la habitación que ocupaba mi amigo estaba abierta. Sin saber por qué, aceleré el paso hasta llegar a su altura y tras cerciorarme de que el numero pintado en el lateral de la puerta era el que yo buscaba, tras hacer un notorio carraspeo de garganta para avisar mi presencia, entré en la habitación sin más titubeos. La estancia, aparte de las dos camas perfectamente alineadas e impecablemente hechas para recibir a posibles pacientes, estaba vacía. En la duda de que podía haberme equivocado de puerta, salí de nuevo al pasillo y tras comprobar otra vez si el número era el correcto, pensé que quizá me había equivocado de piso, o incluso de departamento. ¿Por qué no? — me dije con no poco fastidio pues, la verdad es que ya empezaba a estar un poco cansado de ir de un lado a otro durante casi todo el día. Ahora sólo me quedaba encontrar alguien, enfermero o personal de la limpieza, en todo caso cualquier persona a quien poder preguntar en donde podía encontrar al pobre Felicién. Sintiéndome totalmente perdido y decidido a buscar a la persona adecuada para que me orientase, di unos cuantos pasos en dirección de donde había venido pensando en lo fácil que es perderse en un hospital, o incluso confundir a un señor de la limpieza con un enfermero o, a veces hasta con un médico — me decía yo tratando de tomarme a broma mi situación.
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— ¿A quién busca? — oí que me preguntaban desde algún lugar cercano. Dando un respingo de sorpresa por lo inesperado de esta interpelación en un sitio en el que creía hallarme solo, busqué rápidamente en mis alrededores a la persona que se había dirigido a mí. No tardé mucho en encontrar a un señor de cierta edad que, aunque vestido de médico o enfermero, confirmando los temores que ya había expresado momentos antes, también podía ser el señor de la limpieza. En este caso no tuve mucha dificultad para saber la profesión de la persona que tenía delante, ya que el cubo y la fregona que llevaba en las manos no dejaba albergar ninguna duda de que estaba delante de un técnico de mantenimiento. — Si es al señor que ha estado ocupando esa habitación hasta hace una hora, sepa que se lo han llevado. Justamente yo he acabado, no hace mucho, de limpiar y dejar lista la habitación para otros pacientes. — dijo aquel hombre del guardapolvo gris con voz y aire de estar ya de vuelta de todo antes de alejarse de mi sin siquiera esperar mi respuesta. — Recién acababa yo de entrar en servicio cuando, por casualidad, he visto que lo sacaban de ahí en una camilla dos enfermeros…Pregunte a la enfermera de guardia si quiere saber done lo tienen ahora — aún me gritó aquel hombre desde lejos antes de desaparecer fregona en mano con ese andar cansino y aburrido que caracteriza quienes tienen por misión sacar brillo a los suelos públicos. — ¿Cómo dice que se llama? — me gritaba sin mirarme con esa especial delicadeza que emplean algunas personas encargadas de informar a los que se atreven a recurrir a ellas cuando ya se ven forzadas a hacerlo. La que así me interrogaba, era precisamente la enfermera de guardia que el hombre de la fregona me había aconsejado, y que mi buena estrella la había puesto en mi camino, eso sí, de una manera bastante brusca, ya que habíamos entrado en colisión cuando yo herraba por un pasillo y ella salía toda apresurada de una habitación. Pasados esos momentos de tensión que se genera cuando nadie quiere reconocerse culpable en este tipo de accidentes, acabó identificándose y, con gesto autoritario me hizo seguir sus pasos hasta la pequeña garita en donde hacía sus guardias para consultar la lista de los hospitalizados más recientes. Era tal el exquisito desinterés que esta recepcionista parecía demostrar por averiguar el paradero de Felicién que, arto ya de tener que soportar su incomprensible actitud, yo también empecé a mostrarme desagradable. — ¡Sí señorita! Estoy seguro de que mi amigo está ingresado en este hospital y no en otro — contestaba yo enérgicamente ante la apatía de mi interlocutora que, ahora al percibir mi desespero, adoptando aires de esfinge ofendida se limitaba a sugerirme nombres de otros hospitales insistiendo que en el suyo no había nadie inscrito bajo el nombre de Felicién. Tras unos momentos de tira y afloja, desistí de seguir librando aquella estúpida batallita dialéctica qué estaba viendo que no me ayudaría a resolver nada y le pregunté por la encargada de la sección de geriatría del hospital. — Es la doctora Mathieu. ¡Ya verá! En seguida la reconocerá..., es una señora como de cincuenta años, algo corpulenta, que va vestida con una especie de bata de color verde. — acabó diciéndome aquella odiosa recepcionista mirándome a los ojos por primera vez. Inexplicablemente ahora se dirigía a mí con tanta solicitud que, aunque yo no soy un mal pensado, en esos momentos sí que me hizo sospechar que, aquel cambio de actitud para darme aquella valiosa información, quizá encerraban una sutil venganza contra mi firme decisión de encontrar a mi amigo esa misma noche y en ese mismo hospital. Como yo soy de esas personas que, sin aparentarlo, están convencidas de que la firme determinación siempre acaba coronada por el éxito, recorrí sin desanimarme unos cuantos pasillos en la dirección recomendada hasta darme de bruces con una enorme masa de color verde. Ni que decir tiene que, sin experimentar la más mínima sorpresa, y sin tener que preguntar a nadie yo estaba seguro de que se trataba de la doctora Mathieu. Lo que si me causo no poca sorpresa fue que esta señora nada más verme, sin que yo dijera nada, ella se dirigió a mí exhibiendo en su rostro uno de esos gestos de bondad y ternura que provocan el abrazo. — ¿Es usted familia del señor de Pavlos? — me preguntó sin darme la oportunidad de identificarme. Inmediatamente, añadiendo más dulzura a su rostro, pero cambiado su tono de voz por otro estrictamente profesional, como queriendo dejar bien claro que para ella la información que se apresuraba a darme no era otra cosa que un mero trámite en su carrera, me dijo — sin ningún asomo de emoción — que el señor de Pavlos había fallecido a las 16, 45 y en esos momentos ya se encontraba en el tanatorio del hospital. — Precisamente estamos esperando que su familia se manifieste, acabó diciéndome la que llenaba aquella bata verde que era lo único que yo veía mientras escuchaba unas aclaraciones que me había dejado sin habla y sin saber dónde mirar. Cuando pude reaccionar sintiéndome ya en condiciones de poder articular palabra, la amable doctora Mathieu ya se hallaba a unos pasos de mí enzarzada en dar órdenes a las enfermeras que pululaban a su alrededor. — ¿El señor de Pavlos…? ¡Se ha debido de equivocar! Yo… A quien he venido a ver es a mi amigo Felicién — empecé a decir dejando nerviosamente en el suelo la bolsa que todavía colgaba de mi mano, sin poder evitar sentir cierta flojera en las piernas. ¡No puede ser! Que yo sepa Felicién no se llama de Pavlos — me decía yo esperando que todo aquello no fuera más que una absurda equivocación. No obstante, enseguida recordé que los artistas, al menos muchos de ellos, muy a menudo utilizan otros nombres que los familiares para darse a conocer, y que bien pudiera ser que Felicién fuera uno de ellos. De repente me acordé de los documentos que él me había dicho que recogiera en su estudio por si acaso los necesitaba en el hospital. Ahí encontraré la verdad de todo este asunto de nombres y apellidos, me decía mientras, sin pensarlo dos veces, abría la bolsa y rebuscaba el paquete que contenía esos documentos. No tarde en constatar, al examinar uno de ellos concerniente al seguro de enfermedad que el Felicién Bataille que yo conocía en realidad se llamaba Felicién de Pavlos. ¡Claro!... ¡Ahora comprendo por qué no lo encontraba la recepcionista! — me dije sintiendo como mi cabeza me hacía sentir síntomas de mareo. En ese momento eran tantas y tan importantes las cosas que de repente tenía que asumir que ya no daba para más. ¿Por qué ese cambio de apellido? — me preguntaba yo como si en esos momentos no tuviera otras cosas más importantes en las que pensar. Cierto que el apellido Bataille hacía más francés que el de Pavlos. También era cierto que en Francia es mejor llamarse Bataille que tener un apellido que recuerde orígenes griegos, no sea más que algunas personas — esos nacionalistas que nunca faltan en cualquier sociedad — te lo recuerden constantemente para establecer claramente ciertas diferencias. De todas formas… querido amigo. Ahora ya tanto da — murmuré pensando en él con la enorme pena que me causaba admitir su muerte — los muertos ya no tienen acento que les distinga — pensé con rabia cortando bruscamente mis reflexiones que, lo sabia bien, no ayudarían a solucionar un tema que no tiene solución mientras la gente prefiera mirar la “grandeza” de su pequeño terruño, que mirar la del universo. Ahora lo que tengo que hacer es concentrarme en esta triste realidad y tratar de hallar el camino para resolver de la mejor manera este asunto. ¡Bueno! Lo primero es encontrar el sitio en donde se halla en este momento — me dije resuelto recogiendo la bolsa del suelo y echando a andar en dirección de los ascensores que según me indicaron me llevarían directamente al sótano que el hospital tenía instalado el tanatorio.
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— Busco al señor de Pavlos … Bueno, busco el tanatorio en donde esta — le dije con la voz que se adopta para hablar en las iglesias a la primera persona vestida con cierto uniforme hospitalero que encontré nada más salir del ascensor. La verdad es que, el lugar en donde me hallaba, por el aspecto que presentaba, no admitía la posibilidad de creer haberse equivocado de lugar. La frialdad que parecía desprenderse de las paredes y la lobreguez que presentaba aquel lugar a pesar de la formidable iluminación con la que estaba dotado, no podía ser otra cosa que la sala de acogida de un tanatorio. Incluso la persona a la que le pregunte por mi amigo correspondía perfectamente a el lugar: serio y erguido como si e hubiera tragado un palo me indicó el camino tras hacerme antes varias preguntas sobre el difunto, después de saber su nombre completo. La guapa señorita que acudió a mí encuentro nada más llegar a lo que parecía ser una sala de espera, al contrario que la sequedad mostrada por el anterior recepcionista, aunque con la seriedad a la que obligaba el lugar, se mostró tan amable conmigo que consiguió suavizar bastante el mal trago por el que estaba pasando. Lo cierto es que, tras tan agradables momentos en su compañía, y tal vez rendido a su indiscutible atractivo, yo me preguntaba el por qué una muchacha así estaba en un lugar como aquel. No es justo que las mejores se las pongan a los muertos — pensé yo completamente descolocado. Un lapsus frívolo e irreverente del cual me arrepentí enseguida. La verdad es que, a veces, los pensamientos van por un lado y los sentimientos van por otro bien distinto, propiciando así que, en determinadas ocasiones, se adopten conductas un tanto inadmisibles, me dije tratando de perdonarme a mí mismo por haber sido capaz de bromear en un momento como aquel.

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