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El Caballete

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Lógicamente, sintiéndome como me sentía, decliné su ofrecimiento de la manera más enérgica que me permitía mi maltrecho estado físico. Él, en esos momentos, recio como un roble, sin hacer ni puñetero caso a mi inequívoca negativa parecía estar corriendo ya en dirección de la cocina, sin duda a buscar otra botella. Puede que el desajuste que produce la diferencia de horario cuando se va, o se viene, del continente americano, en mi caso: de la parte norte — ese famoso “jet lag” que dicen los cursis — más el cansancio acumulado, a lo que había que añadir el vino ingerido, el caso es que, mientras esperaba su vuelta me quede profundamente dormido. Cuando volví a abrir los ojos de nuevo con la sensación de haber dado sólo una pequeña cabezada, me vi envuelto en una rara oscuridad, Felicién, que había respetado mi cansancio y también — todo hay que decirlo — mi incipiente borrachera, al ver que ya empezaba a despertarme, volvió a encender aquel foco que, no solamente iluminaba el caballete y la zona de trabajo, sino que, indirectamente, también buena parte del estudio. Lo primero que vi, ya con nitidez, fue que la botella que yo ni siquiera había visto abrir ya estaba por la mitad. Ni qué decir tiene que esta visión hizo que mi estómago empezara a manifestarse de la forma más desagradable que sabe hacerlo, consiguiendo que yo, apenas despierto, corriese en dirección al cuarto de baño — aquella especie de armarito con inodoro en el centro — que ese sexto sentido que toma el mando cuando los otros se muestran inservibles, supo encontrar entre unos grandes bastidores apoyados contra la pared. — Toma, esto te remontará — oí que me decía cuando yo, tan ligero de peso que tenía la sensación de flotar en el aire, había vuelto a sentarme en el mismo sitio en el que me parecía haber estado ya varios días. —No hay mejor cosa que tomarse un buen tinto cuando uno se siente débil — me dijo poniéndome el vaso de vino que me ofrecía a la altura de mis narices. La cortesía, inherente en mí, impidió que rechazara su oferta de la manera que mi instinto más básico me ordenaba que lo hiciera. Fácil es de comprender, que tuve que hacer un gran esfuerzo para no tomar ese radical camino, en cambio, puse todo mi empeño en tratar de hacerle ver — de la manera más correcta de la que yo era capaz en ese momento — que el tinto que me ofrecía él, como si fuese una medicina, ya no era necesario. — ¡No, no! ¡Gracias! De veras…, no lo necesito — tuve que insistir en mi rechazo levantándome de mi asiento como empujado por un fuerte resorte —, pues en el estado que me encontraba yo en ese momento hubiese tomado con más agrado un vaso de cicuta que aquel horroroso vinazo. — ¡Tengo que irme ya!... ¿Sabes? Te llamare mañana y nos vemos… ¿De acuerdo? Ahora tengo que descansar… Comprendes, ¿no? — le iba diciendo de la mejor manera que podía, al mismo tiempo que sin aparente brusquedad le apartaba de mi camino hacia la salida para, tras recoger mí, todavía húmeda gabardina y mi maltrecho paraguas, escapar de allí lo antes posible. Como, a pesar de mis razonables palabras, Felicién— ahora con el vaso rebosante de tintorro — parecía perseguirme insistiendo en lo bueno que me resultaría beberlo, yo me detuve bruscamente en mi camino hacia la puerta, y con un violento gesto, del que enseguida me arrepentí, le arrebaté el vaso de la mano y me lo bebí de un trago. En la mirada que él me lanzó después de mí proeza, creí notar que, además de la sorpresa que, sin duda le había causado mí inesperada reacción, él se sentía un tanto orgulloso de haber conseguido vencer mis reticencias. La verdad es que sin estar nada seguro de lo que expresaba su mirada — ¡para esas tontadas estaba yo! — sí noté que me miraba fijamente. El caso es que, algo vería en mí que, sin volver a decirme nada, ni siquiera para preguntarme si yo me sentía en condiciones de volver a mi casa por mis propios medios, permitió mi partida, ya sin rechistar. — ¡Coge un taxi! — le oí gritar cuando yo ya estaba a punto de terminar de bajar el primer tramo de escalera. Sin poderme imaginar siquiera como pude bajar todas aquellas escaleras sin ningún contratiempo, y ni cómo me las arreglé para encontrar el camino más directo entre aquel verdadero laberinto de pasillos hasta llegar a la puerta de salida, de repente me encontré en la calle.

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No llueve — creo que fue lo primero que pensé al oír cerrarse la puerta a mis espaldas. Allí, medio borracho, y con la sensación de que mi estómago acababa de convertirse en una sala de conciertos, además de sentir como si una pipa y su humo la llevara sobre mis hombros, eché a andar con pasos parecidos a los que dan esos astronautas, que yo había visto en la tele, al salir de su capsula después de haber pasado un tiempo en el espacio. Bueno, en cierto modo resultaba lógico mi titubeante andar ya que, en cierto modo yo me sentía como si acabara de hacer un viaje a la luna. ¿Acaso podía negar que había sido así? — iba diciéndome yo utilizando todo el potencial intelectual que me permitía el deteriorado estado físico en el que me encontraba que, precisamente, no era muy radiante. Para ser sincero, tengo que confesar que, en ese momento, mientras buscaba desesperadamente un taxi, me sentía próximo a la inconsciencia Aunque al día siguiente, pensando en toda esta aventura vivida y sufrida en compañía de mi querido amigo Felicién no podía negar que había resultado extremadamente interesante, tenía que admitir que también había estado tan cargado de dramáticas peculiaridades que me habían dejado cierto regusto amargo. Bueno, todos los encuentros interesantes deben tener un poco de todo, si no, no serían más que banales encontronazos entre las personas que sólo producirían largos bostezos, me decía yo haciendo un pequeño balance de lo experimentado unas pocas horas antes. Ahora, completamente sereno, repasaba en mi mente todo lo que había visto y oído en el estudio de Felicién. Es todo tan demencial que me parece haber vivido unos de esos “viajes” que mi amigo el “fumeta” dice que le producen los porros. En cierto modo, humo si he tenido que tragar, se dijo a si mismo bromeando con el buen humor de quien después de haber descansado bien, tiene buenas perspectivas para el resto del día. Claro que, como no tenía nada urgente que hacer, permaneció en la cama repasando ciertos recuerdos, sobre todo los últimos; los concernientes a su amigo Felicién. ¡Pobre muchacho! — se dijo por decir algo — pero totalmente intrigado por la experiencia vivida en su estudio. Aunque no quería darle mucha importancia a todo aquel increíble asunto de los cuadros de Renoir, no podía dejar de pensar en lo que había visto. En ese momento, su recuerdo era tan real, que le parecía estar viendo a su amigo, pincel en mano, pintando como lo haría el tan famoso pintor.

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Me despertó el timbre del teléfono. Pero yo, todavía buceando en medio de la imprecisa frontera que une la realidad de los sueños con esa otra que tanto nos hacer reír y llorar, tuve que hacer un gran esfuerzo para salir de la magia de una para integrarme plenamente en la otra. Después de divagar un poco con los ojos abiertos hasta desprenderme completamente de los sueños que, gracias al vino ingerido, habían sido excepcionalmente espesos, dejé que mi conciencia tomara los mandos de mi persona. Fue tras vencer ciertas vacilaciones, en las que todavía me parecía estar debatiéndome en mí interior entre si debía responder o no a aquella insistente llamada que finalmente opté por descolgar el auricular. Una débil voz, apenas audible, al otro lado del hilo me empezó a preguntar si yo me encontraba bien. Me costó no poco trabajo reconocer en esa especie de susurro la voz de Felicién. Enseguida comprendí que mi amigo, por las razones que fueran, estaba haciendo un gran esfuerzo para poder hablar lo suficientemente alto para hacerse entender. — No te oigo muy bien, pero dime ¿Qué tal estás? — le dije yo sin haber comprendido bien todas sus frases — ¿Yo?, yo me encuentro perfectamente bien — continué diciéndole después de haber comprendido — ahora sí — las preguntas que seguía haciéndome al otro lado del hilo con una voz que parecía haber ganado potencia. — ¡Sí, sí!, jaja…Sí, ayer me fui de tu casa un poco marchito, ¡es verdad! — le iba contestando yo con todo mi buen humor a todo lo que me él me iba preguntando con una voz que ahora me sonaba algo balbuciente. — ¿Desayunar? No sé. Espera. ¡Ni siquiera sé qué hora es! Tiene que ser todavía muy temprano, ¿no? Me acabas de despertar ¿Sabes? Mira te llamo yo dentro de un rato ¡Vale! — le dije antes de colgar. Tenía que reflexionar si podía, o me convenía salir de inmediato para aceptar su inacostumbrada invitación a desayunar. Definitivamente, este Felicién que me he encontrado después de tanto tiempo sin verle, no parece ser el mismo Felicién que dejé al irme de viaje — me decía yo divertido y un tanto guasón, ya que mi amigo no era muy propenso a invitar a nadie. No cabe duda de que algo raro le sucede — me dijo pensativo, sobre todo recordando todo lo acontecido el día anterior. Parece otro… ¿Habrá perdido el juicio? me pregunté entrando ya de lleno en aquella locura de creer que pintaba como Renoir. Tumbado en la cama, y reflexionando sobre todos estos disparates, me asalto esa somnolencia que genera el cansancio atrasado, hasta quedarme profundamente dormido. Me di cuenta de ello, cuando el estridente sonido del teléfono volvió a despertarme bruscamente, incluso ahora mucho más que la vez anterior. Como mi primer pensamiento lucido todavía estaba impregnado de los recuerdos de Felicién, descolgué el teléfono como si continuase la conversación mantenida horas antes. La verdad, es que no sé cómo reiniciamos este nuevo dialogo, pero enseguida volví a oír la voz de mi amigo que, sin tono de reproche, me recriminaba el que no le hubiese llamado tal y como le había prometido. — No tiene importancia — me dijo enseguida — Comprendo tu cansancio… Bueno… el caso es que me hubiera gustado verte hoy, y… hablar. Principalmente saber qué has pensado sobre lo mío…Recuerdas lo que te pregunté, ¿no? — ¡Sí claro! Nos podemos ver mañana — le interrumpí yo para eludir entrar en esta conversación por teléfono, sobre todo que aún no sabía qué decirle sobre este asunto.
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— Bueno… como quieras ¿A las siete? ¿Para cenar? ¡De acuerdo! — me contestó aceptando mi proposición y mostrándose inhabitualmente condescendiente antes de dar por finalizada nuestra conversación colgando el teléfono. Aunque no habíamos hecho ningún comentario serio — sólo algunas alusiones con evidente desenfado — sobre lo sucedido el día anterior, note que su voz estaba cargada de ansiedad. Sin duda que él esperaba que yo le dijese algo relativo a lo que habíamos hablado en su estudio. Ahora al pensar en la confianza que Felicién había depositado en mí para que le ayudase a salir de aquel enredo de personalidades en el que se encontraba actualmente, me sentía mal. Entre otras cosas, me arrepentía de no haberlo intentado siquiera. Claro que, ¿qué podía decirle? ¿Qué estaba loco de remate?... Lo que sí es cierto es que no he estado a la altura de las circunstancias, me reproché duramente. Tras reflexionar unos segundos, tentado estuve de llamarle por teléfono para tratar de corregir mi error diciéndole que yo estaba a su lado, que podía contar conmigo... No sé, algo que pudiera reconfortarle ya que, al aceptar mi proposición de vernos al día siguiente, lo hizo con esa voz conformista de quien ya no cree en nada. Pasé el resto del día bastante inquieto. Sin saber por qué, no conseguía liberar mi espíritu de aquellos estrafalarios temas de mi amigo. A pesar de estar muy ocupado en darle solución a un montón de cosas mías, si no graves, sí lo suficientemente importantes para hacerme olvidar a los temas de Felicién, no fue así, en ningún momento pude dejar de pensar en él. Aquellos cuadros de Renoir que yo había visto pintados recientemente no eran copias. ¡No pueden ser copias! Me dije después de consultar con cierta ansiedad el libro que había acababa de comprar — en una librería especializada — sobre Renoir, en el que venía reflejada toda su obra. Ahora ya, con la cabeza despejada trataba de comprender aquel verdadero galimatías tan demencial. ¡Felicién pintando como si fuera el verdadero Renoir! ¡Todo era tan inverosímil! Un pintor hiperrealista como lo era él que, además, desde hacía ya bastante tiempo se dedicaba a pintar cuadros que como él decía, eran obras “miserabilistas”, no podía de repente pintar el mundo, más bien exuberante, que muestra la obra de Renoir. ¡No puede ser! ¡Es imposible! —me decía yo aun reconociendo que yo estaba lejos de poder opinar sobre algo que no conocía a fondo.
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Claro que, ya no se trataba solamente de pintura, es que Felicién le había llegado a confesar que, en algunas ocasiones, tenía la sensación de ser el mismísimo Renoir en persona. Pensándolo bien, y aunque me duela pensar así ya que se trata de un gran amigo, esta historia más que fantástica es completamente ridícula — concluí, aunque sin encontrar esa paz que trae consigo las conclusiones que concibe la razón. ¡Pobre Felicién! me dije, como si así calmase la curiosidad que, sobre este tema, seguía más vigente que nunca. Cierto es que, los artistas a veces creen en excentricidades que normalmente son completamente increíbles para el resto de los humanos — pensé yo tratando de enfocar el asunto hacía otras perspectivas, tratando de recordar algunas experiencias vividas desde que frecuentaba ese mundo tan particular. El tono de indiscutible sinceridad que había empleado Felicién para contar aquella más que increíble chocante aventura, resultaba convincente. Estaba claro que, aunque todo lo que relataba era una historia de locos él la creía sin lugar a duda. De todas maneras, yo, que estoy seguro de no estar majareta, tengo que reconocer que algo hay de creíble en esta historia. No sea más que esos cuadros que yo he visto... ¡No puedo negarme a mí mismo que los he visto y tocado! — no tuve más remedio que reconocer. Como siga por este camino voy a terminar tan trastornado como creo que ya está él. Ya solamente admitir la posibilidad de que estas cosas puedan suceder me hacen estar a un paso de creer que papá Noel existe — me dije sacudiendo enérgicamente para intentar salir cuanto antes de esta especie de pesadilla. La verdad es que, no tuve que pensar mucho para decidir que, en lo sucesivo, debería andar con más cuidado respecto a las peculiaridades de la mayoría de mis amigos artistas. Por supuesto, y en primer lugar, de las de Felicién que tan contaminantes me estaban resultando. No sólo no debía dejarme arrastrar por su desbocada imaginación, sino que, tenia que hacer todo lo posible para no involucrarme en aquella historia tan demencial. Verdaderos cuadros o no — quien soy yo para dilucidar una cosa así —, lo que si está diáfanamente claro es que algo grave le está sucediendo y, aunque sienta mucha pena por él, yo no puedo ocupar la plaza de psicólogos, y siquiatras. Yo no soy más que un representante mercantil, completamente normal y equilibrado que trata de comportarse correctamente con un amigo enfermo. — me dije muy sensatamente, aunque enseguida empecé a reprocharme el regustillo tan egoísta que comportaban mis palabras. A pesar de este detalle, no sabría decir por qué, continué razonando en esta línea que, tan cobardemente — reconocí enseguida — pretendía alejarme de responsabilidades. No obstante, cómo borrar de la mente todo lo que habían visto mis ojos, no era fácil. ¡Nunca lo es! Parecía decirme ese inexorable arbitro interior. Se puede engañar a todo el mundo menos así mismo — esto lo decía yo pensando en aquellos desgraciados que intentan tal idiotez. “Lo que no puede ser, no puede ser y, además, es imposible” — me decía yo ahora en broma pensando en un camarero del Bistró en donde solía comer a veces, que, dándoselas de intelectual, solía soltar este tipo de frasecitas. Bromas aparte, sin querer negarme a reconocer la veracidad de lo vivido, no debo torturarme intentando saber el porqué de ciertas cosas… ¿Acaso me torturo por intentar saber el porqué, y para qué venimos al mundo? — me dije cerrando con esta reflexión este difícil capitulo. Respecto a Felicién, y sus delirios, debo de tomármelo con menos seriedad, sólo así podré ayudarle a él a suavizar el efecto de sus alucinaciones. De todas formas, para quedarme yo más tranquilo, mañana cuando vaya a buscarle para ir a cenar, voy a examinar con mucha más atención todos esos supuestos auténticos cuadros de Renoir — me prometí firmemente.

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No eran siquiera las nueve de la mañana cuando la estridencia del timbre de mi teléfono me sacó brutalmente de mis placidos sueños. Recién salido de uno de esos que durante un tiempo indefinido nos hacen sentir que vivimos otra vida, descolgué el auricular atolondradamente. Engañado por la semi-penumbra que todavía reinaba en mi dormitorio, creyendo que todavía era la media noche, me preguntaba quién podría ser el autor de esa — para mí— intempestiva llamada. Habiendo descartado a la mayoría de mis amigos, ya que ninguno de ellos se hubiera atrevido a llevar a cabo una cosa tan impertinente, al contestar, lo hice con extremada cautela. — ¡Ah!, eres tú — respondí algo titubeante pero ya más tranquilo al identificar la voz de Felicién. — Te recuerdo que hemos quedado en vernos a las siete, comencé a decirle con desenfadado sarcasmo ¡Sí, compadre! A las siete para cenar — continue enseguida en el mismo tono sin dejarle hablar, ni siquiera para que me dijera el motivo de tan tempranera llamada. — ¿Cómo dices? — interrumpí mi bromista perorata para escuchar con más atención lo que trataba de decirme algo atropelladamente mi amigo. — ¿Quéee? ¡No te oigo bien! ¿Qué Hospital?... Naturalmente que iré… ¡Faltaría más! ¡Sí!, sí… No te preocupes… A las once o así, ahí estaré, le prometía mientras consultaba el reloj por primera vez desde que me había despertado. — ¡Descuida hombre! ¡Cuenta conmigo!, repetí ante su insistencia a que me personara en donde él acababa de decirme. Colgué lentamente el teléfono quedándome totalmente inmóvil sin poder reaccionar de tan desorientado como me había dejado el pequeño intercambio de entrecortadas frases que había mantenido con Felicién. Lo que verdaderamente me había dejado bastante confuso e inquieto, es que, tras decirme en donde se encontraba, en lugar de explicarme que le pasaba, se limitó a repetirme que ya me lo diría más tarde. — “Ya te contare, ya te contare” — me había repetido varis veces como un disco rayado Sentado en la cama, en el todavía penumbroso silencio de mi dormitorio, y salido totalmente de una de mis más pesadas somnolencias, trataba de deducir qué podían esconder las enigmáticas frases de Felicién. Dejando pasar el tiempo para que mi entumecida consciencia se adaptase a la realidad y así, ya completamente despierto, poder analizar lo que acaba de oír, deje que mis ojos se pasearan libremente a lo largo y ancho de la habitación. Ahora, a través de la entreabierta puerta que daba al salón, al apercibir el tenue resplandor que lo bañaba, comprendí mi confusión al creer que me habían despertado de madrugada. La luz que yo veía correspondía perfectamente a unos de esos otoñales días grises parisinos en los que el amanecer parece ya el atardecer.
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Completamente inmerso en los convulsos sentimientos que me había provocado la intempestiva llamada de mi amigo, me parecía que mi cabeza se había vaciado de todo lo que no tuviese que ver con él. Lo imaginaba acongojado y abatido y no sólo por lo que le hacía encontrarse en esos momentos en el hospital, cosa que me había prometido contar cuando nos viéramos, sino por sentirse solo en unas circunstancias que, ya la palabra hospital, no permitía pensar que fueran para dar saltos de alegría. No sabría decir, por qué, pero al pensar en la soledad que pudiera sentir mi amigo, hizo que yo experimentara también esa peculiar consternación que siempre acompaña a la soledad cuando no es voluntaria. De repente me di cuenta de que toda esa sarta de sentimientos que parecían atravesar mi corazón al pensar en Felicién, bifurcaban inexorablemente hacia mi mismo. Claro que, enseguida reaccioné para evitar entrar en esa onda pesimista tan personal que, además de apartarme de pensar en mi amigo, pudiera hacerme sentir la impotencia de no poder comprender unos de los misterios que encierra la existencia. Como suele suceder cuando, por cualquier razón, nos apiadamos de los que sufren alguna desgracia, si queremos valorar con justeza la sinceridad y el alcance de nuestros sentimientos, de alguna manera estamos obligado a hacer nuestra esa misma desgracia. Claro que, enseguida mi sensatez me impidió entrar en esa perspectiva por miedo a que esa desgracia la sintiera demasiado mía. Es todo tan triste — me dije cerrando definitivamente la posibilidad de entrar en un terreno tan delicado como suele ser todo lo que concierne nuestro propio yo, pues nunca se sabe lo que se va a encontrar. Ahora, al volver a mirar de reojo en dirección del ventanal que iluminaba mí salón me pareció que, en vez de clarear, daba la sensación de estar anocheciendo. De todas maneras, ya hace rato que es la noche en mi estado de ánimo — me pareció murmurar mientras me dirigía hacia el cuarto de baño.

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