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El Caballete

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De todas maneras, pasados unos cuantos minutos de tensión y a pesar de la incomprensible arrogante actitud que siguió mostrando el representante de la iglesia, él, por respeto a la situación tan grave que nos había congregado allí, se calmó y ya o volvió a reivindicar su derecho a leer su poema. Más tarde, ya en el cementerio, esperó a que los apresurados enterradores hubiesen terminado su trabajo, para que, delante de los compañeros del difunto, leer su dichoso poema. Felicién no era mala persona, y mucho menos camorrista, sus salidas de tono y la rudeza que mostraba en ciertas ocasiones nada tenían que ver con la agresividad. Para cualquiera de los amigos íntimos que ya le conocíamos muy bien, la actitud algo seca que mostraba en algunas ocasiones nacía de su peculiar complejo, si no de inferioridad, sí de creer no estar a la altura de las circunstancias. Esa sensación de especial inferioridad que se apoderaba de él, le hacía ser excesivo en todo: cuando se reía tenía que reír más fuerte que los demás y así era en todo. Entre nosotros nos reíamos de sus apretones de manos al saludar. Apretaba con tanta vehemencia que la mayoría de nosotros nos ingeniábamos para saludarle desde la distancia para evitar que sus enormes manos dejaran insensibles las nuestras durante un tiempo. Invitaba rara vez, pero cuando lo hacía, actuaba con tanta exuberancia que se enteraba de su espontánea generosidad toda la gente que hubiese en el café o en el restaurante en esos momentos, hasta el punto de que si había algunos turistas terminaban haciéndole fotos. Sus cuadros siempre tenían que ser los más grandes y hasta incluso sus bigotes tenían que ser los más impresionantes.

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En realidad, todos los que ya le conocíamos íntimamente, pensábamos que esa manía de necesitar destacar siempre a toda costa no era otra cosa que una rareza o, incluso, algo parecido a un complejo que no sabía canalizarlo de otra manera. Alguna secuela del pasado, pensábamos los amigos más cercanos. En todo caso, si era una reliquia de la infancia, de la que nunca solía hablar, los que creíamos conocerle bien, estábamos casi seguros de que esos silenciados recuerdos ocultaban un gran sufrimiento. Precisamente esta creencia hacía que, a la mayoría de nosotros, nos inspirase cierta compasión porque notábamos que sus frecuentes exabruptos y su peculiar comportamiento ocultaban un doloroso pasado. Lo que sí teníamos bien claro es que Felicién no era ese chiflado que, los que no le conocían bien, o los que le tenían envidia, se permitían pensar de él. Ahora, encontrándome a solas con él, valorando su extraño comportamiento y las cosas que me había dicho desde que me había abierto la puerta de su estudio, pero sobre todo las últimas revelaciones que acababa de hacerme me hicieron dudar de su equilibrio mental. Tratar de convencerme de que a veces creía ser el célebre pintor Auguste Renoir no era ni mucho menos para tomárselo a la ligera. —Me lo ha dicho bien claro — me decía yo para mis adentros como aviso para saber a qué atenerme a partir de ese momento. De todas maneras ¿Qué tendrán que ver unas láminas que él pretendía que eran cuadros originales con su extrañísima actitud?... ¿Qué significa todo esto? ¿Qué demonios sucedía? — volví a interrogarme en un inicio de clara preocupación. — ¿Qué?… estás pensando que ya me he vuelto completamente imbécil, ¿no? Y no encontrando la manera de decírmelo suavemente estas imaginando algo para salir del paso — dijo sin mirarme con una voz en la que se apreciaba, no sólo una gran perspicacia, sino también un aplomo que me dejo bastante perturbado. — ¡Bien! Te voy a enseñar algo que, no sólo te va a hacer cambiar de idea sobre mi estado mental, sino el que se va a quedar completamente gilipollas eres tú. En todo caso, lo que vas a ver, nunca podrás olvidarlo en toda tu vida — continuó diciéndome mientras tiraba enérgicamente de la tela que cubría aquel mastodóntico caballete para acto seguido, después de hacer una especie de amasijo con ella, arrojarla con inusitada fuerza a un rincón cercano. — ¡Magnifico caballete — no pude retenerme de decir — ¡Una exclamación bien sincera, ya que no recordaba haber visto nada igual en ningún sitio! Desde luego que no lo había visto en ninguno de los estudios que frecuentaba para ver a mis amigos. Todos ellos “grandes artistas sin descubrir” — como solían decir de ellos mismos con ironía bromeando sobre su estado económico. Exageraciones o no sobre este asunto, lo que parecía estar claro es que ninguno de ellos podría permitirse poseer un caballete de tal calibre. — Claro que aquí tú puedes tenerlo porque tienes el techo alto, si no fuera así… ¡Oye!, ahora si que vas a poder pintar cuadros de gran tamaño ¿eh? Le iba diciendo yo tratando de ocultar a duras penas un inexplicable nerviosismo que hacía alterar mi voz mientras veía que él, sin hacerme ningún caso y dándome la espalda, se afanaba en acercar al caballete la mesita que contenía la paleta, los tubos de colores, los pinceles y demás utensilios necesarios para pintar al óleo.
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— ¡Siéntate y mira! — me cortó secamente en mi perorata justo cuando me disponía a preguntarle donde había conseguido aquel caballete que, cuanto más le miraba, más me parecía una pieza de museo. Pensaba que, si le confesaba mi sensación, su eventual respuesta, la que fuera, me daría pie para hacerle la pregunta que, desde que me había asegurado de que lo que yo en un principio había tomado como unas simples láminas eran auténticas pinturas al óleo, me quemaba los labios. Como si poseyera un sexto sentido para adivinar lo que en ese momento pasaba por mi cabeza, y como si ya quisiera contestar a mi pregunta antes de hacérsela, dándome la espalda me aconsejo que estuviese muy atento a lo que él iba a pintar, que así encontraría las respuestas a todas las preguntas que yo pudiera hacer. Acto seguido, con un elocuente gesto de una de las manos que ya empuñaba un grueso pincel, me indico que tomara asiento en el acogedor silloncito que se hallaba en un rincón opuesto a donde estaba instalado el caballete. Enseguida deduje que seguramente sería allí donde habitualmente se sentaría él a fumar su pipa y, así contemplar tranquilamente el resultado de lo que estuviera pintando. Ahora afanado en poner colores en la paleta daba la impresión de haberse olvidado de mí. Sin duda para compensar la luz que no recibía del exterior — como era el caso en ese momento — enseguida procedió a encender un viejo foco que colgaba de la pared a la derecha del caballete. Un repentino halo de luz pareció envolverle a él y su caballete aislándole aún más en ese mundo tan particular de los artistas en el cual ya sabía — por pasadas experiencias — que automáticamente yo quedaba excluido. Con mi vaso de vino en la mano, que en ningún momento había soltado, me senté en silencio donde le me había indicado dispuesto a seguir hasta el final de aquella, cada vez más intrigante situación. Presintiendo que estaba muy cerca de comprender lo que ya empezaba a catalogar como algo misterioso y por esta razón, tremendamente excitante, me arrellané confortablemente en el sillón de mi amigo y bebí un poco de ese vino al que tan aficionado era él. Ahora, cualquiera sabe por qué, me pareció menos malo que en otras ocasiones que, para no se sintiera ofendido, me había forzado a beber. Los tres meses que habían trascurrido sin relacionarme con mis amigos artistas me habían hecho olvidar esta costumbre de beber algo a cualquier hora. Quizá esta costumbre no sea exclusiva de los artistas, pero para mí, que en mi mundo nunca existió ese fraternal compañerismo que hace compartirlo todo, no dejaba de resultarme algo exótico. Quizá para irme acostumbrando de nuevo a este ambiente tan particular, volví a sorber un poco más de vino mientras abarcaba con ojos nuevos todo lo que componía el estudio de mi amigo. Puede que, influido por la embriagadora magia que desprendía aquel ambiente, en el que el olor a cerrado — mezcla de aromas de pintura y sus diluyentes, sin olvidar el de ciertas comidas — equivalía a una fuerte dosis de alcohol, todo me parecía de una rara belleza. Aunque algo habituado ya a los especiales ambientes que suelen ser los estudios de los artistas, en ese momento, todo lo que observaba desde la privilegiada atalaya que constituía para mí el sillón de mi amigo, me hacía tener sensaciones de pleno bienestar. El olor del óleo fresco que a ráfagas flotando en la complicidad de un placentero silencio se imponía a todos los demás, más los cuadros colgados o apilados cara a la pared, junto a multitud de objetos desparramados en ese desorden tan propio de estos lugares, hacía que me sintiera invadido por una irresistible euforia. Un momento mágico que me hacía perder la sensación del tiempo y de la realidad hasta el punto de que yo mismo tenía la sensación de ser inmaterial. Tuvo que transcurrir cierto tiempo para que yo me diera cuenta de que había vivido unos momentos sublimes, ya que la privilegiada oportunidad de observar los movimientos que hace un artista al ejercer su arte — el que fuera mi amigo no restaba nada a mi deleite — es algo irresistible y tan excitante como puede ser la actividad de cualquier “voyeur”. En todo caso, era tal mi estado de satisfacción que, durante unos momentos hasta me pareció haber olvidado lo que había hecho que yo me encontrase en el estudio de mi amigo en ese momento. Los gritos e imprecaciones que Felicién había empezado a formular en esos instantes consiguieron sacarme definitivamente de la nube en la que yo parecía haberme instalado desde hacía ya bastante rato. — ¡Merde de merde!... ¡No es posible, no es posible…! — le oía despotricar en su francés marsellés, ahora más marsellés que nunca. Intrigado por lo que oía y sin saber el motivo de su enfurecimiento, observaba como frente a un lienzo que, lo poco que me dejaba ver su silueta, yo lo veía blanco, se agitaba como si se estuviera peleando con un recalcitrante adversario. Con un manojo de pinceles en una mano y en la otra uno de gran tamaño yo le veía afanarse como si se batiera espada en mano con el lienzo que había instalado en el caballete. Aunque yo no podía ver lo que estaba haciendo, la voz de indiscutible cabreo con la que se manifestaba mi amigo en ese momento demostraba que algo no salía como él deseaba. A pesar de estar bastante intrigado — no era para menos — yo no dije nada puesto que su diálogo, si dialogo se podía llamar a su sarta de imprecaciones, no era conmigo. Además, de haber querido decirle algo, no hubiera sabido ni por dónde empezar. — ¡Es increíble! — le oía repetir como si creyese estar solo, y aunque la hiriente luz del foco me impedía verle con nitidez, sus entrecortadas palabras me hacían pensar que estaba abatido. — ¿Pasa algo? — me encontré obligado a decir, no sólo para satisfacer la curiosidad que despertaba en mí sus misteriosas expresiones, sino también, para recordarle mi presencia. — ¡Esto no hay quien se lo crea! Pero si ayer mismo… — decía él en esos momentos de manera entrecortada, tanto por la sorpresa que le causaba aquello que no comprendía, como por el creciente cabreo que hacía que en sus últimas frases ya se apercibiese un furor apenas contenible. — No comprendo… — le oía decir ahora volviéndose lentamente hacia mí dejando los pinceles en el quicio de la paleta en la que se podía apreciar un verdadero caos de colores entremezclados — ¡No sé qué me pasa, pero hoy no me sale! — me dijo cuando llegó a dónde yo seguía sentado. — ¿Me puedes explicar qué diablos te pasa? ¡Me vas a volver loco con tu manera de comportarte! ¡Ni siquiera sé de qué estás hablando!... ¡Me puedes decir ya por qué me has hecho venir hasta aquí con tanta urgencia? — Le increpé un tanto secamente, pero cuidando de dar a mis palabras ese especial tono de amistad que contradice la posible rudeza que puedan sugerir esas mismas frases. Mientras así le hablaba había aprovechado para incorporarme y así poder observar descaradamente el lienzo que seguía colocado en el caballete, en el que sólo pude ver un montón de brochazos sin coherencia alguna que distaban mucho de su habitual manera de pintar. — ¿Qué es lo que no te sale? — volví a preguntarle machaconamente, pero ahora ya lo hacía con amabilidad, casi con dulzura ya que con mi insatisfecha curiosidad no quería perturbarle aun más de lo que parecía estar ya.
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— Mi intención era que tu lo vieses con tus propios ojos, pero ahora, no sé por qué… no me sale — me contestó casi murmurando con cierta inseguridad, pero mucho más calmado, mientras buscaba con ávidos ojos mi vaso vacío con ánimo de volvérmelo a llenar de vino.

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