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El Caballete

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Así estuvo unos instantes, como si dudara de despojarle de la fúnebre tela que casi lo cubría totalmente. En ese momento, la cabeza de mi amigo, recortada nítidamente sobre aquel fondo negro por la algodonosa nube de azulado humo que las continuas y nerviosas chupadas hacía salir de su pipa, tenía algo de irreal que fascinaba. — ¿Es que vas a decidirte a enseñármelo? — le apremié, eso sí, lo hice con una voz que a mí mismo ya me sonó un tanto afectada por tratar de fingir una curiosidad que no sentía. — Parece que te estuviera pidiendo que me enseñaras el desnudo de algunas de tus amigas modelos — le espeté de forma desenvuelta y desenfadada, por lo menos con el tono de voz más bromista del que yo era capaz de simular en ese momento ya que algo me decía que debía quitarle seriedad a aquella situación que, sin saber por qué, súbitamente se había tornado incómoda y tensa. — No me has dicho nada sobre esto — me respondió sin siquiera molestarse en darle respuesta a mi demanda de mostrarme el caballete, ni siquiera contestar a mi bromista sugerencia sobre sus modelos — Sin hacer el más mínimo movimiento que demostrase la intención de desenfundar el caballete, se limitó, mientras hablaba, a mover repetidamente su cabeza en dirección de las láminas que colgaban de la pared. — ¿Qué quieres que te diga sobre unas láminas, por mi bien que estén encuadradas? — me apresuré a responderle enseguida para asegurarle que había comprendido sobradamente su repetitivo gesto. — Aunque viéndolas desde aquí reconozco que son excelentes… De una gran nitidez… Claro que, no dejan de ser unas simples láminas — continué diciendo con ese titubeo que suele otorgar la prudencia, sobre todo que, en ese momento, mi instinto me anunciaba que, aunque no supiera el por qué, me estaba adentrando en un terreno extremadamente frágil. Mientras yo trataba de analizar la reacción de mi amigo simulando, ahora más que nunca, seguirle la corriente en lo que parecía tener tanto interés para él, sin moverme del lugar que había elegido para verle destapar el caballete, hice como si ahora examinara aquellas dichosas láminas con mucha más atención. — Francamente, ahora que las examino con más detenimiento, tengo que reconocer que son magnificas — le dije ahora con toda sinceridad y sin necesidad de fingir. — Si quieres, te puedes reír de mi poco conocimiento sobre estas cosas de la pintura…el arte, en fin, vuestras cosas, pero, al observarlas desde aquí, bajo esta difusa luz que nos envuelve, casi podría decir que son cuadros auténticos. — ¡Lo son! ¡Son verdaderos cuadros! — me respondió enseguida Felicién como si disparase sus palabras con una escopeta. — ¡Sí, claro! Naturalmente... ¡Cómo no haberlo reconocido! ¡Qué imbécil soy! Perdóneme usted “Monsieur Renoir” por no haber sabido distinguir una de sus obras— me apresuré yo a contestar inmediatamente con la intención de dejar bien claro mi buena disposición para seguirle en sus disparates, sobre todo demostrarle que para captar las bromas yo era un lince. — No te rías… A veces yo tengo la increíble sensación de ser él — me soltó con voz grave y con la mirada perdida en algún punto lejano. Lo que resultaba más conmovedor era el tono amargo con el que hacía su insólita revelación. Con un gesto en su rostro en el que no se podía apreciar ni un solo síntoma de estar bromeando, me miró fijamente. Bueno. Más bien miraba fijamente algo a través mío, como si el yo incrédulo, en ese momento se hubiera convertido en algo transparente. Un largo silencio, difícil de calcular o definir, parecía ir recogiendo las extrañas palabras de mi amigo hasta hacerlas desaparecer fundidas en aquel ambiente que de repente parecía estar siendo soñado por mí. En aquellos momentos tan particulares, hasta el monótono repiqueteo de la lluvia que parecía haberse convertido en murmullo para no acaparar demasiado protagonismo, formaba parte de aquel increíble escenario. Yo me debatía entre aquellas sombras que, reales o imaginadas flotaban por todos lados, buscando valorar adecuadamente el alcance de las palabras del pobre Felicién. A la velocidad que me permitía la confusión que se agitaba en mis sentimientos, para comprender el nuevo Felicién que encontraba después de haber estado tanto tiempo sin verle. Sólo habían sido tres meses, pero viendo lo que estaba viendo, y escuchando aquellas verdaderas locuras, tenía la impresión de haber vuelto a la tierra tras largos años en el espacio. — Estas de broma, ¿no? — me salió sin querer todavía fluctuando en la duda de que todo lo que había oído no fuera más que una guasa bien escenificada. No obstante, obedeciendo a un desesperado impulso para ganar tiempo y así poder digerir y asimilar aquella broma, o incluso, una remota chaladura de mi amigo, actuar, según el caso, lo más adecuadamente posible. — No, no estoy tratando de cachondearme de ti, me atajó enseguida. Lo que estoy es confuso, angustiado… ¡Te puedes figurar! No sé qué pensar. Hace ya algún tiempo que vivo en esta especie de pesadilla. Por eso he insistido tanto para que vinieras aquí… ¿Comprendes ahora? Quería que lo vieses con tus propios ojos. Quiero que siendo testigo de lo que me está ocurriendo me ayudes… — ¡Es de locura lo que me pasa! — terminó diciendo con el tono de estar abatido levantando su mirada hacia mí para que leyera en sus ojos la gravedad de todo aquel asunto que tanto le atormentaba. Tratando de analizar rápidamente la extraña situación en la que me colocaba las desesperadas y un tanto incongruentes palabras que me lanzaba mi amigo para involucrarme en su problema, comprendí que algo muy grave le estaba sucediendo. Observándole, sobre todo, valorando el intenso y dramático matiz que no dejaba de insertar a sus palabras, era evidente que la situación que estaba atravesando era muy delicada, quizá más delicada de lo que yo mismo calculaba. Lo que sí quedaba bastante claro para mí es que me iba a ser fácil encontrarle remedio. Echando mano a mi sensatez y sobre todo, a mi sempiterno optimismo me dije que, a pesar de todo, dentro de este espinoso asunto, no encontraba nada para alarmarse. Por muy complicado que fuera ese. todavía no muy claro, problema de los cuadros de Renoir en poder de mi amigo, estaba bastante tranquilo ya que sus problemas nada tenían que ver con el anuncio de terrible enfermedad que yo había llegado a pensar al principio. Una sospecha que nació cuando, al hablar por teléfono con el día anterior, insistió tanto en que le rindiera visita cuanto antes. Claro que, aunque en un principio estos deseos de verme con tanta urgencia me habían hecho llegar a pensar lo peor, enseguida descarte el temido anuncio de un cáncer, ya que si lo que quería era ponerme al corriente de esa eventualidad, me lo hubiera dicho por teléfono o en cualquier otro lugar y no necesariamente en un domicilio, tan lejano del mío.

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Ahora, ya que me encontraba allí y a juzgar por los datos que había ido recopilando desde mi llegada, aunque aún ignoraba la verdadera naturaleza de los problemas que pudiera tener, sí había comprendido que, lo que le estaba sucediendo, estaba relacionado con la pintura, más exactamente con aquellas láminas de las obras de Renoir que él pretendía hacerme creer que eran cuadros auténticos del famoso pintor. ¿Qué podía sucederle para llegar a creer una cosa tan absurda? ¿Habrá perdido el juicio en estos últimos meses? — Me preguntaba yo sin encontrar ni el más ligero detalle que me ayudara a comprender algo que pudiera catalogarse como medianamente razonable, aunque, según podía aventurarme a deducir, considerando sus últimas afirmaciones problema había — y no pequeño — pero todo apuntaba a que ese problema no estaba relacionado con el mundo exterior, sino que solamente estaba en su cabeza. Cierto que no era nada nuevo este tipo de cosas, ya que no era la primera vez que Felicién nos sorprendía con sus ocurrencias y sus peculiares comportamientos, claro que, ahora, con esta historia de los cuadros famosos parecía estar sobrepasando los límites. Enseguida pensé en el día que nos conocimos hacía ya bastantes años. En aquella ocasión, la casualidad hizo que coincidiéramos en el funeral de un compañero; alguien que, sin ser amigo mío, al pertenecer al grupo de artistas que yo empezaba a frecuentar, propició el que yo me encontrara entre ellos en aquel sepelio.
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Ese día, al salir de la iglesia de Saint Pierre, en Montmartre, una vez ya finalizada la ceremonia de despedida del compañero muerto, el que luego andando el tiempo llegaría a ser uno de mis mejores amigos, casi termina a bofetadas con el cura párroco que oficiaba la ceremonia por negarle que leyese a la salida del féretro — camino del cementerio — un poema que había escrito para la ocasión. Delante de los funerarios que portaban la caja, los que formaban el duelo, y de todos los allí presentes, sin importarle la gravedad del momento, montó tal escándalo que todos sus compañeros, a los que acabé uniéndome yo, tuvimos que emplearnos seriamente para poder calmarle. Cierto que no se podía negar que, en el fondo, tuviera razón ya que el cura no se comportó con la bondad y el amor al prójimo con el que suelen dar el coñazo en sus sermones o en cualquier ocasión que se les presenta, pero montar tal numerito fue demasiado. Claro que, al comprobar la intransigencia que aquel cura — que en vez de calmar los ánimos con esa grandeza de espíritu que ellos no dejan de preconizar, siguió mostrándose cada vez más cascarrabias — casi quedó justificado la salida de tono de Felicién.

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