Ahora al observarle con detenimiento, sin estar influenciado por su mirada, me pareció que había envejecido extraordinariamente en tan solo unos meses. Más o menos desde que yo he estado de viaje, me dije innecesariamente puesto que era la primera vez que le
veía desde mi regreso a Francia. Ahora comprendía por qué su voz al teléfono me había sorprendido un poco, pues me había parecido notar en ella ese tono gastado propio de un anciano. Este detalle, que yo había achacado a las secuelas de algún catarro, a los
que tan propenso solía ser, sobre todo, durante los fríos y húmedos meses del invierno parisino, en ese momento me daba cuenta de que era su voz actual.
La nueva imagen que mostraba mi amigo, al menos esa que tenía delante de mí en ese momento, afanándose en preparar su pipa, me costaba trabajo reconocerla, Pudiera ser que influyera bastante en esa diferencia que notaba en él, su manera de hablar. Las
enigmáticas palabras que, sin mirarme, me iba diciendo mientras él jugueteaba con su pipa ya encendida, me resultaban tan extrañas que casi me impedían reconocerle. Al oírlas salir de su boca, oculta por su poblado y poco cuidado bigote bajo una nariz
que parecía soportar a duras penas unos ojos llenos de profunda fatiga, me causaban un profundo malestar.
Cuando ya una serie de pequeñas nubecillas de humo empezaron a envolverle tiñéndole momentáneamente su cabeza de gris azulado, con medida parsimonia, desconocida en él, volvió a posar su mirada en mí. Sus ojos, que yo recordaba vivos y cautivantes, ahora
reflejaban una expresión un tanto lejana, aunque de tanto en tanto parecieran mostrar reflejos de ese incendio interior que exhiben algunos ancianos. En todo caso, esa era mi impresión al cruzar mi mirada con la suya.
La verdad es que yo nunca llegué a saber exactamente su edad, claro que, tampoco la de la mayoría de mis amigos, ni siquiera la del grupo de los más íntimos. Por vulgar coquetería, o simplemente por querer ganarle puerilmente algunas batallas al tiempo, mis
amigos artistas no eran muy propensos a confesar su edad, y cuando se sentían obligados a hablar de los años, decían que él Arte escapa al tiempo, y se quedaban tan anchos. En el caso de Felicién, esa escapatoria dialéctica parecía haberse realizado ya que
no aparentaba la edad que, a juzgar por las historias que contaba, debería tener. Aunque él aceptaba ser el más viejo del grupo, por su manera de comportarse a ninguno de nosotros nos parecía el hombre mayor que hará yo tenía delante de mí.
No creo que tenga más de cincuenta y cinco años y ahora aparenta tener ochenta, me decía yo mientras recordaba lo que había dicho en cierta ocasión; en la que, tras haber vaciado algunas botellas de vino entre varios amigos, habíamos bromeado sobre nuestras
respectivas edades.
“No es cuestión de años… Tenga los que tenga un artista, para el mundo siempre tendrá los que represente su arte”
“De todas formas yo, en tanto que artista gozaré de la vida eterna ya que nunca moriré”— había dicho meses atrás, medio en broma medio en serio con toda la fuerza que — a mi juicio — no lograba poner en sus cuadros.
La primera vez que le oímos expresarse así nos quedamos sorprendidos y también algo confusos. Convencidos de su profunda repulsa a cualquier creencia metafísica, cosa que él no nos dejaba que lo olvidásemos, no comprendíamos el alcance de sus palabras,
pues en ningún momento podíamos pensar que, al hablar así, se estaba refiriendo a esa otra supuesta vida en la que creen muchos seguidores de todas esas religiones que hacen de esta esperanza el eje principal de sus dogmas.
Después del respiro que siempre se tomaba cuando se pronunciaba sobre temas de esta índole, como si quisiera saber el impacto que producía en nosotros sus misteriosas palabras, continuaba su obscuro discurso como si para estas ocasiones dispusiera de otra
voz distinta. Era entonces cuando hablaba de su imaginado cadáver y se explayaba con aquellas inexplicables peroratas a las que, según el caso, les añadía algún detalle nuevo, pero siempre de tan mal gusto que nos dejaba a todos conmovidos.
Como les sucede a muchas personas que parecen disfrutar del morbo que les produce hablar de su propia muerte, él no perdía ninguna ocasión para referirse a ella. La mayoría de nosotros, por respeto a la amistad que nos unía a él, pero, sobre todo,
debido a la pena que nos hacía sentir — al menos eso era lo que yo siempre había pensado — con unas palabras que reflejaban tanta amargura, le escuchábamos con verdadera atención. No obstante, como a pesar de las variantes que no dejaba de ir
introduciendo en sus historias, en el fondo siempre era casi el mismo relato, nosotros, de la mejor manera que podíamos, intentábamos desviar la conversación hacia temas menos truculentos.
“Por si no lo sabéis todavía, quiero haceros participes de lo que yo estimo que será volver a vivir otra vida” — acabó por revelarnos en otra ocasión sin venir a cuento durante una cena a la que acudimos casi todo el grupo de íntimos —
“Vosotros sois testigos de que mi deseo es que, cuando yo muera, deseo ser incinerado… ¡No se os olvide, eh!” — nos dijo como si fuera una orden a la que no se podía dejar de cumplirla. Después se había quedado mirándonos de una manera
especial como si así comprobara que habíamos entendido su mensaje. Enseguida, adoptando un tono de voz un tanto confidencial, continuó diciendo, como si desvelase un secreto de estado, que quería que cada uno de sus amigos — los pintores,
claro está — mezclasen sus cenizas con los colores para pintar su retrato.
Tal vez no fuera este su propósito, pero tras haber hecho esta extraña confidencia, que todos nosotros simulamos tomar a chirigota, consiguió enfriar el ambiente considerablemente. Quizá molesto por sentirse un poco culpable por este
cambio tan radical en nuestra actitud, me miro a mí como disculpándose. Lo que nunca llegué a saber es si el aire de arrepentimiento que me mostraba era por haber hecho tan desafortunada confesión, o porque yo, su mejor amigo, no era pintor.
“¡Es fantástico saber que mis cenizas van a serviros para hacer mi retrato!” — murmuraba como si hablase consigo mismo — “Nunca ningún retratado será tan él mismo, ¿no os parece?...
“¡Esta será mi nueva vida! — terminó diciendo con manifiesta alegría, como si con una idea tan extravagante, y de tan mal gusto acabara de resolver su gran problema existencial.
— ¿Bueno, me dices lo que has observado, o no? — oí tronar su voz a mi lado sacándome tan bruscamente de mis pensamientos que no pude evitar dar un respingo de sorpresa ya que no me había percatado de su proximidad.
Yo, como si acabara de regresar de otro planeta, solo atiné a balbucir que todavía estaba pensando como solicitando que me diera más tiempo para reflexionar, eso sí, simulando estar concentrado en seguir las indicaciones que él no dejaba
de hacer para que examinase todo lo que me rodeaba. No sabiendo qué hacer ni qué decir, entre sorbo y sorbo de aquel vino malísimo que tanto parecía gustarle a él, me mostraba muy concentrado en mirar a mi alrededor buscando algo que justificase
la atención que estaba fingiendo. Una vez que ya hube examinado todo varias veces y no hallando nada en mis alrededores lo suficientemente interesante para poder ponderarlo como yo sentía que él esperaba de mí, me mostré exageradamente pensativo
para ganar tiempo. Intuía que, lo que yo dijese, era muy importante para él, y como yo no quería defraudarle, elaboraba a toda prisa una respuesta lo suficientemente adecuada a sus expectativas para poder salir más o menos airoso de lo que yo ya
empezaba a calificar como una especie de encerrona. Viendo que él no me quitaba ojo, deje que mi mirada se detuviera en un lugar cualquiera como si hubiera encontrado algo que retuviera mi atención hasta hacerme reflexionar.
Lo cierto es que, quitando unas estupendas láminas de un pintor famoso que colgaban de una pared y el enorme bulto que hacía un antiguo caballete de estudio casi cubierto totalmente por una inmensa tela negra, no había nada que pudiera despertar
la curiosidad que yo me esforzaba en aparentar.
Pasados unos instantes y notando que Felicién seguía con impaciente interés la dirección de mi mirada como si fuera un cazador observando los movimientos de su posible presa a punto de disparar su escopeta desvié mis ojos hacia él con visible
brusquedad. No teniendo ningún deseo de prolongar más aquella tontorrona y embarazosa situación, fingiendo un interés que, a decir verdad, estaba lejos de sentir, hice como si echara un nuevo y rápido vistazo de aquellas cuatro paredes.
La cada vez más escasa luz reinante no me permitía poder apreciar nada con detalle. En realidad, la lluvia había dejado instalarse una prematura noche que hacía que la totalidad del estudio estuviera sumergido en una luz incierta. No obstante,
continué la inspección del lugar. Ya ha había notado al entrar cosas tan banales como que, al pisar el usado linóleo que cubría la totalidad del suelo, sin duda de madera un tanto quejicosa, ya que, al andar ésta emitía unos lastimeros quejidos que,
ahora, en el silencio reinante, adquirían gran protagonismo, casi tanto como los escasos muebles que, en vez de estar debidamente colocados, parecían estar tirados al azar. El canapé cama, situado en un profundo entrante de la pared opuesta a
la que estaban instaladas las ventanas, en esos momentos mostraba, con sus revueltas sábanas y deformados almohadones, la poca atención que el señor del lugar dedicaba a su lecho.
No muy lejos, una pequeña mesa redonda rodeada por tres elegantes silloncitos de estilo que parecían estar preguntándose qué diablos estaban haciendo allí, y un desmesurado armario vitrina, con sus estanterías repletas de libros, carpetas, y papeles diversos,
ocupaba la pared que dejaba libre la minúscula cocina.
“L’espace - cuisine — como seguramente diría de aquel, para mí, simple armario despensa, su amiga Michelle. La única amiga que tenía; una muchacha sin edad y de sexualidad ambigua que, dándoselas de “progre”, conseguía colarse en la mayoría de los estudios
de los artistas de la zona para comer, beber y fumar gratis, y después criticarlos a muerte.
Todo lo demás que podían ver mis ojos desde donde yo me hallaba, eran paquetes y cajas de embalaje, todavía sin abrir, y como es lógico en un estudio de pintor, muchos bastidores, algunos enormes que, cara a la pared, parecían estar amontonados sin respetar
los tamaños. El tablero de dibujo junto a una mesita para la paleta, los tubos de colores y los pinceles en completo desorden aportaban ese encanto que suelen tener todos esos esos lugares estén donde estén. Unas estatuillas y algunos objetos de aparente
poca importancia cerraban el inventario que yo pude hacer en los escasos minutos que el elocuente y apremiante silencio de mi amigo parecía estar concediéndome.
Era notorio que las actuales posesiones de mi amigo Felicién, comparándolas con las de su anterior vivienda, habían mejorado, tanto en calidad como en cantidad, Sin embargo, algo me decía que esto no era el tema que parecía interesarle tanto.
— Bueno, dime qué es lo que más te ha sorprendido — me pregunto algo ansioso cuando, siguiendo la dirección de mi mirada, comprobó que yo volvía a mirar, una y otra vez, todo lo que ya había observado antes y calculó que ya habría terminado
sobradamente mi inspección.
Como a mí, lo que más me había sorprendido era que, según él, yo debería haberme sorprendido de algo, no sabiendo qué responder, aprovechando el fuerte ruido que provenía del tejado gracias al nuevo aguacero que estaba cayendo, alcé la mirada hacia el techo,
descubriendo así que la parte que no estaba abuhardillada alcanzaba una altura considerable.
Él, expectante de mi respuesta, sin duda alguna no dio importancia a mi descubrimiento, ni siquiera a mis gestos de admiración, ya que, con su mirada, más inquisitoria que nunca, me instaba a responderle.
¿Qué decir? — me preguntaba yo apenado por no saber ni por dónde empezar. Lo que estaba muy claro es que algo tenía que responder. Debería decir cualquier cosa menos confesar que no me había sorprendido nada.
Al leer en su apremiante mirada que lo que yo pudiera contestarle era muy importante para él me hacía sentir una presión que ya empezaba a resultarme un tanto fastidiosa. Sobre todo, porque me daba cuenta de que, como amigo, y como la persona responsable
que era yo, no podía cargar con la delicada responsabilidad de fallarle en sus expectativas. Claro que, no sabiendo como salir de aquella complicada situación y para tantear un poco el terreno con el fin de averiguar de qué iba la cosa, me lancé a decir
cautamente generalidades poco comprometedoras.
— La verdad es que me gusta mucho... Es algo más que un bonito estudio. Estoy seguro de que aquí vas a poder realizar tu gran obra. Esos grandes cuadros que tu mencionas siempre. El espacio necesario aquí lo tienes… — dije cortando
enseguida mi discurso.
Viendo en su rostro la gran decepción que se iba reflejando en él a medida que yo iba avanzando en mis elogios a su estudio, fui frenando mi palabrerío poco a poco porque estaba claro que lo que yo estaba diciéndole no era, ni por asomo, lo que él
esperaba de mí.
— ¡Oye! Es impresionante tu caballete. ¿Es nuevo? Lo digo porque yo nunca te lo había visto antes. Pero…, ¿por qué lo tienes tapado así? Enséñamelo ¿No? — le dije con recuperados bríos por mi parte queriéndole dar otra dirección a mis palabras y mirándole
de reojo para, viendo su reacción, poder juzgar adecuadamente los temas sobre los que se podían hacer comentarios.
Algo leí en su semblante que me animó a seguir por ese camino, sobre todo, al observar que, tras apurar de un solo trago todo el vino que contenía el vaso — que no había soltado en ningún momento ni siquiera para rellenarlo mientras yo hablaba — me miraba
ya de otra manera. Aunque su expresión seguía siendo expectante, su mirada me hacía saber que al hablar de aquel caballete me acercaba la meta marcada. Enseguida, dejando descuidadamente aquel vaso — que parecía estar pegado a sus dedos — al borde del
exiguo mostrador que separaba su cocina “bonsái” del resto de la vivienda, dio unos pasos en dirección del bulto que formaba el caballete medio tapado hasta quedarse inmóvil delante de aquel impresionante conjunto de bien barnizadas maderas.