Rápidamente me recriminé por mi conducta inintencionadamente revanchista y me prometí solemnemente no volver a decir más idioteces, ni siquiera en circunstancias como aquella en las que casi podían estar justificadas.
— Pasemos al estudio — oí que me decía él con exagerada solemnidad cortando momentáneamente el hilo de mis pensamientos.
— Otra vez un sexto piso, ¡eh! — le contesté sin pensar siquiera en lo que me decía en mi afán de canalizar un dialogo desenfadado para paliar un poco la absurda tensión que notaba en sus palabras.
— Se ve que te gustan las alturas… Bueno, a mí también, ¡sabes! Además, ¡qué buena luz consigues siempre! No sabes la envidia que me das — continué diciendo como un loro esforzándome en ser amable con mis comentarios creyendo así relajar la situación
que, a lo tonto, cada vez estaba volviéndose más tensa.
Teniendo en cuenta que era la primera vez que le visitaba en este estudio desde que se hubiera mudado del otro que yo conocía, mucho más pequeño y según él, mucho peor, estaba justificado que yo hiciera tales observaciones. Además, con mis oportunos
comentarios no le mentía, ni siquiera exageraba al ponderar la intensa luz que lógicamente debía tener. Un sexto piso normalmente tiene muy buena luz, incluso si las ventanas dan a un patio interior, como era el caso de su anterior vivienda en la que
yo me apoyaba para opinar ahora sobre el nuevo estudio que en ese momento estaba visitando por primera vez. No sabía aún si este era como aquel antiguo cuchitril que, aparte de estar ubicado también en un sexto piso, como tenía una pared de paneles
de cristal orientada al sur, era tanta la luz que entraba que resultaba insoportable. En verano había días que casi nos veíamos transparentes debido a la intensa luz que nos envolvía.
— Deberías poner algo cubriendo un poco ese ventanal — le habíamos insistido en repetidas ocasiones los amigos más próximos cuando, por cualquier circunstancia, nos hallábamos reunidos comiendo o tomando algo juntos en torno a la mesa que él
tenía pegada a aquella pared de cristal.
Ni que decir tiene que, en el mes de agosto resultaba completamente insoportable y casi todos los que ya conocíamos estas características de su estudio, habiendo degustado más de una vez la temperatura que podía alcanzar justo a la hora de comer,
teníamos que hacer verdaderas filigranas dialécticas para eludir sus esporádicas invitaciones y así evitar aquella vidriera que en algunos momentos se convertía en una especie de asador vertical.
— ¡Si tienes calor abro aún más la ventana! — recordaba que me había dicho en una ocasión en un alarde de telepatía momentos antes de que yo abriera la boca para advertirle que estaba a punto de licuarme.
— Como aquí los ladrones lo tienen difícil y no suben, no tengo ningún miedo a olvidarme de cerrarla… Es más, en los días de mucho calor la tengo siempre abierta de par en par, incluso cuando salgo a pintar o hacer los recados…— explicaba
completamente en serio.
Desde luego que aquí no robarían, aunque dejases abierta la puerta de entrada, había pensado yo entonces mientras instintivamente echaba un ligero vistazo a mi alrededor calculando el magro valor que podían representar para cualquier caco el conjunto de
las pertenecías de mi amigo. Cualquier ser normal no se hace ladrón para, después de subir seis pisos a pie y forzar una puerta, no encontrar nada para robar. Incluso, en este caso, movido por un sentimiento caritativo, estar tentado de dejar unas monedas
antes de salir, concluí para mis adentros con un sarcasmo poco habitual en mí.
— De todas maneras, yo el calor lo soporto muy bien — solía decir él cuando se abordaba este tema, que era cada vez que alguien, conocido o extraño, le hacía una visita durante los meses de verano.
Ahora, por lo que podía apreciar tras observar sucintamente lo que ofrecía a mis ojos, su nuevo estudio — algo más de treinta metros había calculado yo nada más haber entrado en el — no estaba dotado de ninguna vidriera. Solamente dos ventanas
(de esas alargadas con antepecho) que parecían asomarse a un patio eran las que en ese momento difundían la poca luz que entraba del exterior. Claro que, en aquellos días de otoño precoz que ya estábamos sufriendo en Paris, con su carga de grises
y lluvias, aquella luz, tamizada además por la tela de los visillos, hacía que en algunos momentos ya llegase a resultar escasa. Unos instantes después casi desapareció totalmente como si anunciase una lluvia que no tardó en hacerse notar, ya que
enseguida empezó a arreciar con inusitada fuerza contra los cristales de esas mismas ventanas. La escasa luz reinante y el sentimiento de tristeza que sin saber porque había invadido el ambiente hizo que yo también me dejara influir por cierta melancolía.
Ahora, oyendo el irregular ruido que hacían las gruesas gotas de agua al estrellarse violentamente contra los cristales de las ventanas, pensé en el desacompasado repiqueteo que los niños “poulbots” suelen arrancar de sus destemplados tambores cuando desfilan
por las calles cercanas a la Place du Tertre.
Debido a que nos hallábamos en el último piso, y además por ser este en gran parte abuhardillado, el ruido que hacían las violentas rachas lluvia al chocar con las planchas de zinc que sin duda cubrían el tejado, era tan ensordecedor que nos obligaba a tener
que hablar dando gritos para poder entendernos.
— ¡Qué! ¿Te gusta? — me pregunto atropelladamente mi amigo sacándome radicalmente de mis pensamientos.
— Bueno, ¿Qué te parece? — insistió sin darme siquiera un respiro para poder contestarle a la primera pregunta mientras, dándome la espalda, hurgaba febrilmente en un armario cerca de esa especie de rincón que poseen algunos de los apartamentos
modernos que las inmobiliarias no tienen ningún escrúpulo en llamar cocina americana.
— ¿Quieres tomar algo? — me dijo de sopetón sin mirar siquiera a donde yo estaba dejando muy claro, por su actitud, que no le importaba un comino mi respuesta.
— Ya verás cuando te cuente… No te lo vas a creer ¡Ni te imaginas! — continuó diciendo enseguida como si quisiera no dejar ningún espacio de silencio en el que yo pudiera intervenir — Estoy seguro de que pensarás que estoy loco. Ya verás…
¡Es tan increíble! — le oía decir atropelladamente desde el lugar en donde se hallaba.
— Un buen vinito … ¿Te hace? — me ofreció al mismo tiempo que me dirigía una serie de palabras totalmente incongruentes para mí.
— Es algo de locura… ¡Ya verás!... ¿Tú crees en estas cosas? Me refiero a…, a lo extraordinario. ¡A lo increíble! — continuaba diciéndome como si no le importase lo más mínimo mis posibles respuestas a sus preguntas. Parecía que a la vez
de la botella de vino que estaba descorchando, estuviese descorchado otra repleta de incoherentes palabras.
— Ven acércate — me dijo autoritario volviéndose hacia mi y lanzándome una mirada muy especial. En todo caso, una mirada que yo, en aquel momento, no supe, o no quise interpretar.
— Cógete un vaso y acércate… Déjame que te cuente — me dijo con dominante voz indicándome con un ligero gesto de su cabeza en donde se encontraban los vasos.
Enseguida note que me miraba fijamente, como si intentara leer en mi silencio el desconcierto que me iban produciendo sus palabras. Daba la impresión de estar sumamente asombrado de que yo, a esas alturas, aún no hubiese comprendido el mensaje que, sin duda
alguna para él, escondía lo que para mí no era más que un enigmático discurso.
Bastante acostumbrado ya a las numerosas y disparatadas extravagancias de mi amigo, entre divertido y algo intrigado, yo también le miré fijamente. A decir verdad, como yo empezaba a estar ya más intrigado que divertido, empecé a poner mucho cuidado en tratar
de interpretar seriamente, no sólo de cualquiera de sus palabras, sino también de los ademanes que las acompañaban. A partir de ese momento desmenuzaba todas sus palabras para intentar comprender todo lo que creía que escondían. Delicada tarea que acaparaba
toda mi atención. No era fácil poner un poco de orden en aquella absurda cascada de frases que me lanzaba mi amigo. Un verdadero revoltillo de novedades y preguntas que, un tanto absurdas unas y totalmente incoherentes las otras, hacía que yo me encontrase
totalmente desorientado. A toda velocidad yo trataba de esclarecer todo aquello que me lanzaba mi amigo para poder responderle de manera adecuada. Sobre todo, intentaba descifrar su entrecortado discurso para saber — ¡qué menos! — la naturaleza de lo que
intentaba comunicarme.
A esas alturas, y aun conociendo la inclinación que tenía mi amigo por todo lo estrambótico, y la tendencia a exagerar cualquier cosa hasta límites extremos, algunas de sus palabras, ahora impresas de desacostumbrada emoción, habían conseguido intrigarme
seriamente.
Ya cuando habíamos hablado por teléfono el día anterior, aunque él no me había dicho nada verdaderamente importante, por la manera de expresarse y el tono que había empleado al pronunciar ciertas palabras, ya me había dejado entrever que alguna cosa rara
estaba sucediendo. No solamente su insistencia en la necesidad de verme inmediatamente había despertado en mí algunas sospechas, sino porque, además, nuestra entrevista tenía que realizarse forzosamente en su nuevo domicilio. Todo ello sin considerar, ni
un solo instante, mi sugerencia de vernos en algún otro sitio más cercano al mío.
O como le repetí en varias ocasiones:
simplemente posponer nuestro encuentro para otro día que yo dispusiera de más tiempo para, con más tranquilidad, visitar su estudio después de haber comido juntos en uno de nuestros restaurantes favoritos que se hallaba también en Montmartre.
Ni siquiera quiso escuchar mis argumentos de que, para mí, recién llegado a Paris tras haber realizado un largo viaje, tenía muchas cosas que hacer y algunas de ellas casi con urgencia. Fue inútil, imposible hacerle comprender que teniendo tantos
asuntos que resolver me venía muy mal tenerme que desplazar hasta Montmartre desde por la mañana para gastar todo el día con él. Al final, medio le convencí de mi falta de tiempo y convinimos en vernos en su estudio por la tarde.
— Si te lo explico ahora, sin ninguna prueba, vas a pensar que estoy completamente chiflado — había terminado por decirme enigmáticamente como respuesta a mi insistencia a preguntarle de qué se trataba lo que según él era tan urgente
hacérmelo saber.
— No me digas que no lo estás un poco, como todos los artistas… Bueno, como todos nosotros, claro está — le había atajado yo en broma, aunque habiendo rectificado enseguida para metiéndome yo también en ese supuesto grupo de chiflados
no herir susceptibilidades.
Aunque intrigado y bastante impaciente por saber el motivo de tantas prisas para que fuera a verle a su nuevo estudio, no quise insistir más en indagar lo que, según él daba a entender a través del teléfono parecía ser un gran secreto.
— ¡No!, no creas que es porque necesito nada. De verdad… No quiero nada, sólo que vengas, acabó diciéndome algo irritado como si yo hubiera malinterpretado su necesidad de que yo fuera a verle.
— Te repito, sólo quiero que vengas a ver una cosa que ahora no te puedo explicar por teléfono, ¿Vale? Necesito que me des tu parecer — acabó diciéndome dispuesto a terminar nuestra conversación.
— ¡Es todo tan extraño — volvió a decir tras un corto silencio, que yo me cuidé mucho de romper, sin poder disimular un acento de angustioso desconcierto!
— Ya te contaré mañana cuando estés aquí dijo como despedida con una voz claramente alterada y sin dejarme la posibilidad de contestarle.
— Bueno, ¡aquí me tienes ahora!... ¡Dime! — le dije dándole mi vaso a la vez que reconocía que acababa de incumplir la promesa que me había hecho a mí mismo de no decir más simplezas. Claro que, — me disculpe enseguida a mí mismo — como
ahora mis palabras eran portadoras de tantísima ansiedad, estaban más que justificadas.
— Mira bien a tu entorno y dime qué es lo que ves — me respondió inmediatamente poniendo un acento en su voz calculadamente intrigante a la vez que me mirada fijamente a los ojos. Como queriendo darme tiempo para realizar lo que
acababa de proponerme saco su pipa, y con la mecánica meticulosidad que emplean algunos veteranos fumadores al servirse de ese artilugio, procedió, como si de un ritual se tratara, a cargarla de oloroso tabaco.
Durante unos instantes, y aprovechando que ahora Felicién parecía estar concentrado totalmente en lo que estaba haciendo con tanta precisión, en vez de mirar a todo mi entorno como me había ordenado, le miré solamente.