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El Caballete

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Como pude, trepé hasta el quinto piso en donde súbitamente la barandilla de hierro desapareció totalmente. Estaba claro que ahora, al estrecharse considerablemente el hueco de la escalera, era totalmente innecesaria ya que resultaba prácticamente imposible caerse, a menos de ser un contorsionista bien entrenado que deseara caerse a toda costa. Tan preocupado estaba yo en ver donde ponía los pies que no me fijé en donde ponía la cabeza hasta que ésta entró en colisión con una especie de viga cubierta de escayola que anunciaba, un tanto radicalmente, el último tramo de aquella empinadísima salera. Aunque el golpe fue violento, éste quedó bastante suavizado por el redondeado desgaste que ya habían ido dejando todos los que, antes que yo, habían sufrido el mismo contratiempo con aquella dichosa viga. Menos mal que es de escayola, que, si hubiese sido de hierro, no lo cuento, pensé, mientras imaginaba la fila de cadáveres que, sin duda, hubieran formado todos los que me hubieran precedido. Un número 6 plateado sobre un rectángulo verde me confirmó que el vasto descansillo en el que acababa de poner los pies era la meta perseguida y, por lo tanto, el final de la escalada que acababa de realizar.

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Rápidamente mis ojos buscaron la puerta que podía corresponder al estudio de mi amigo. No me resultó difícil dar con ella puesto que sólo había una digna de ese nombre, ya que las otras que poblaban el asimétrico rellano que acababa convirtiéndose en un pasillo, por su reducida anchura y altura no podían ser otra cosa que armarios trasteros, o algo similar. Tras encender y apagar varias veces la luz de una bombilla escondida en el rincón en donde el rellano se convertía en pasillo, comprendí que aquel amarillento botón de plástico a un lado de aquella puerta no correspondía a ningún timbre, sino que era un viejo interruptor eléctrico. No hallando ninguna otra cosa que pudiera servir para avisar a mi amigo de mi llegada, decidí recurrir al viejo y simple método consistente en aporrear la puerta hasta que me abriera. Dos golpes dados con la mano cerrada seguido de un tercero ya más contundente, y enseguida aquella desgastada puerta se abrió con inesperada energía. El característico y ya familiar olor de los estudios de los artistas que ya había tenido la ocasión de visitar se instaló subrepticiamente entre la circunstancial sonrisa que ostentaba mi rostro y la grave seriedad que mostraba el de mi amigo Felicién. No había que ser un “lumbreras” para poder leer escrito en su semblante una gran preocupación. — ¿Tú aquí?... Pasa, pasa — me gritó innecesariamente puesto que estábamos solos y, además, inmersos en un silencio tal que hasta cohibía. Para colmo, nos encontrábamos uno tan cerca del otro, que de haberme concentrado un poco, hasta hubiera podido notar los latidos de su corazón que, dicho sea de paso, en aquel momento creí sentirle un tanto acelerado. Lo que de ninguna manera necesitó de mi concentración fue para detectar los componentes del mal aliento de mi amigo que tuve que soportar estoicamente. Sin ninguna dificultad pude apreciar los más característicos en él: su afición a fumar en pipa y el consumo de vino barato a cualquier hora. Obviamente alterado, y con un inexplicable acento de sorpresa bailando en su rostro, totalmente fuera de lugar en alguien que sabiendo que venía a verle debería estar esperándome, se echó a un lado para dejarme pasar al interior del estudio. Ni que decir tiene que su extraño recibimiento me hizo poner en duda si yo no me habría equivocado en la hora, o incluso en el día en que habíamos quedado en vernos. O simplemente me he equivocado de amigo, bromeé mentalmente. — Pasa por aquí…, al recibidor — insistió con cierta sequedad al ver que yo no me decidía a entrar. Mientras él, al mismo tiempo que me hablaba, dirigía una furtiva ojeada al rellano de la escalera como si quisiera cerciorarse de que estábamos solos y que no me había seguido nadie. Muy acostumbrado ya a las habituales rarezas de mi amigo, no le di excesiva importancia su incomprensible comportamiento y me limité, como hacía siempre en similares circunstancias, en seguirle la corriente hasta ver en qué quedaba todo aquello. Encogiendo el estómago para poder pasar entre él y el quicio de la descuadrada puerta, me deslicé como pude hasta aquella pequeña salita, también algo descuadrada, que un montón de cajas prolijamente colocadas unas encima de las otras hasta alcanzar casi el techo, convertía en un poco más que una cabina telefónica lo que él tan exageradamente tildaba de recibidor. — ¡Bueno! ¡Aquí estoy! — le solté como un imbécil con el ánimo de entablar una conversación normal, aunque pensaba que con mi actitud y, sobre todo, con mi desproporcionado énfasis al lanzarle aquel “aquí estoy” tan impositivo, parecía querer ponerme a la altura de quien me había recibido de manera tan absurda.

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