La verdad es que no me resultó extraña esa mezcla de olores, tan habitual en parecidos lugares, ni tampoco cuando, después de dar unos pasos, apareció ese otro olor tan peculiar que suelen dejar ciertas comidas a través de los años. Este detalle me hizo
pensar que, lo mismo que las personas, cada lugar tiene su propio olor, y Paris no es la excepción. Estaba seguro de que, aún con los ojos cerrados, me hubiese sido relativamente fácil reconocer mi tan querida ciudad, especialmente algunas zonas,
por el olor que han dejado múltiples generaciones de entusiastas devoradores de potajes en los que, entre otras cosas, no han escatimado ni el repollo, ni el apio.
El chasquido seco y preciso que produjo el mecanismo de la puerta de entrada a mis espaldas al cerrarse me sonó como si se acabase de cerrar una gran caja fuerte. En todo caso, ese ruido sirvió para sacarme bruscamente de mi momentánea concentración
sobre las predilecciones gastronómicas de buena parte de franceses, tan celosos ellos a la hora de defender sus tradiciones y sus complicadas recetas culinarias. Ya puesto, no tardé en identificar la mayoría del resto de los olores que, como si fueran
adornos y cuadros que el tiempo hubiera colgado de aquellos desnudos muros, parecían salir ahora a mi encuentro como cordial recibimiento. Sin pensarlo más, y siempre acompañado del espeso silencio que reinaba en aquel lugar; que me obligaba a escuchar
el inquietante ruido que hacían mis recién estrenadas zapatillas deportivas sobre el irregular pavimento de viejas losas de piedra, me aventuré hacia el interior del portal buscando la escalera C.
Después de andar y desandar buena parte de aquel pequeño laberinto que para mí constituían todos los pasillos que iban saliéndome al paso que, como por azar, me di de bruces con lo que buscaba. Fue al salir de un recodo de un lóbrego
pasadizo que, emergiendo de la oscuridad envolvente, encontré un conjunto de buzones metálicos de parecidos tamaños que colgaban de una pared. Como si estuviera presidiendo aquel grupo de oxidados cajoncitos, que parecían estar bostezando
papeles de propagandas atrasadas, un impresionante letrero pegado a la pared anunciaba la “Escalera C”. Junto a ese cartelón una desmirriada flecha de color azul me indicaba el fondo de otro estrecho pasillo que la oscuridad reinante
lo hacía insondable.
Era evidente que mi amigo no vivía en la parte noble del edificio, acabé reconociendo mientras buscaba el ascensor entre los recovecos que iba encontrando a mi paso con la misma angustia que si estuviera buscando un taxi libre en el centro de París un día
lluvioso. Agotada la esperanza, pues hacía ya bastante años que había dejado de creer en los milagros, me percaté que para acceder al piso en donde ahora vivía mi amigo, sólo podía contar con los servicios de una no muy ancha escalera que arrancaba sin pena
ni gloria en un lateral de aquel mismo pasillo.En el momento más intenso de mi largamente justificada desilusión hasta me pareció que sus viejos y desiguales peldaños de madera me hacían una inquietante y sarcástica mueca un tanto burlona. Sin duda fue un
espejismo, no obstante, dada la perturbadora penumbra que reinaba en el lugar, me sentí impresionado, aunque no lo suficiente para que, ya sin más vacilaciones, demostrándome a mi mismo un sorprendente arrojo, comencé a trepar rápidamente por aquella
escalera que, dos tramos más arriba, se convertía en un auténtico sacacorchos. Pidiendo al Dios de las escaleras, si lo hay, que aquella no me reservase más dificultades y me dejara en paz hasta alcanzar el sexto piso en donde mi amigo me había dicho
que tenía instalado su estudio, continué mi ascensión.
La escuálida barandilla de hierro, que sin duda alguna ya no recordaría el día en el que recibió la última mano de pintura, y aún menos, cuál era su color, reflejaba perfectamente en su semblante la pérdida de ilusión de existir que puedan tener las
cosas inanimadas. Considerando de un solo vistazo su nada envidiable estado ni siquiera me atreví a apoyarme en ella para no exponerme a su comprensible venganza contra los humanos, pero, sobre todo, porque no parecía estar sujeta a ninguna parte.
Después de rebasar la meseta del cuarto piso, que alcancé con inaudita energía, aminoré la marcha para respirar un poco. Tras abrir la boca, como lo haría un pez en su bocal, y trasegar una buena bocanada de aire, noté que, junto a un poco de oxígeno,
había llenado mis pulmones de un compuesto de aire viciado en el campeaba a sus anchas un fuerte olor a orines de varias décadas de antigüedad. Este inesperado y desagradable encuentro supo estimular mi memoria para recordar que muchas de estas
antiguas viviendas aún siguen teniendo el retrete comunitario en la escalera.