logo

El Café - 28


Me parecía que toda esa gente se hubiera puesto de acuerdo para formar una cruzada en pos de la felicidad y, conscientes de haberla encontrado, quisieran alardear de ella delante de mí. Algo me decía en mi interior que, a partir de ahora, tras la experiencia obtenida en mi tropiezo con la policía, no me iba a ser fácil integrarme en esta especie de tragicomedia que supone la vida. Volver a formar parte de una sociedad cuajada de falsos valores, hipocresías de toda índole, interesada fraternidad, soledad, y amores de compromiso, no eran alicientes para seguir generando entusiasmo. Ahora ya no soy el mismo que horas antes saliera del estudio para dar un simple paseo. Ahora he aprendido que existen otras cosas… ¡Qué duro es a veces saber!, concluí con la sensación de que todo lo que creía sólidamente anclado se tambaleaba peligrosamente. ¿Cómo, tras descubrir la verdad, se puede seguir teniendo ilusiones? ¡Qué inocentes somos!, no pude evitar decir en voz alta como si me dirigiera a toda aquella gente que me rodeaba. Ni me miraron siquiera los que estaban más cerca, y si lo hicieron, fue con la mirada hueca del que mira sin ver. La verdad es que el uso del móvil hace que ya nadie se asombre de que alguien vaya hablando solo, pensé. De todas maneras, móvil o no, siempre que hablamos para los demás, lo hacemos para nosotros mismos, claro que los más simples ni lo consideran así, les basta con mantener cualquier parloteo, me dije concluyente, pues tras lo que acababa de sucederme, estimaba que no era el momento más adecuado para hacer tales elucubraciones. De repente, sin saber por qué, sentí la acuciante necesidad de unirme a toda aquella gente. Tratar de ser como ellos. ¡Creer que la vida tiene un sentido! Sin dudarlo más, busqué con la mirada un lugar para instalarme. En un rincón bastante discreto, dos individuos acababan de abandonar una mesa de esas tan inútilmente altas, a menos que sea para permitir estar sentado estando de pie. Sin pensarlo dos veces con el caballete y las telas en forma de escudo me dirigí hacia aquel lugar. Sorteando como pude las mesas y sillas en donde en la más completa anarquía se hacinaba la gente, alcancé la mesa elegida. Coloqué mis bártulos en donde no estorbaran y trepé para sentarme en una de aquellas sillas tan exageradamente altas, pero enseguida, como si me abrasara el asiento, enseguida me bajé de ella.


el café



— ¿Qué va a tomar?, oí que me increpaba el camarero que yo, entretenido en mi breve escalada al asiento, no había visto que se hallaba a mi lado. Con una voz que, a mí, me sonó desagradablemente agria repitió la pregunta. No podría decir qué es lo que me hizo recordar ese timbre de voz, que, enredado en buscar parecidos, no le respondí — ¿Entonces...?, insistió el impaciente camarero. — Tráigame un café... ¡No!, no, mejor un té con leche… Por favor, balbuceé con un hilo de voz.


juanito el divino
El caballete El caballete El caballete El caballete El caballete