— ¡Eso sí!, no diga nunca que es suyo, algo que no lo es. Nunca se sabe…, aún oí que me decía desde la lejanía.
Cuando minutos después, me encontré cruzando el patio de aquel formidable edificio, miraba con cierto temor a toda la gente que se cruzaba conmigo, pues sentía
la desagradable sensación de que todo el mundo me miraba como si yo fuera un sospechoso. Una sensación que se acentuó, al cruzar el enorme portón delante
de los policías que vigilan la entrada y salida de todo el mundo.
Sólo cuándo me encontré en la calle, libre ya de sus miradas, me apercibí de que casi era de noche. Me sorprendí, al consultar mi reloj,
que había pasado allí casi todo el día. ¡He llegado a perder completamente la noción del tiempo!, exclamé para mis adentros mientras me alejaba
de aquella zona a grandes pasos. Sólo empecé a caminar de una manera normal al cruzar el puente en dirección de la plaza del Chatelet. Un lugar
que siempre suele estar muy concurrido, y más si hace buen tiempo. La verdad es que yo ahora veía gente por todos lados y apreciaba más que nunca
un ambiente tan particular. Las terrazas de las cafeterías y restaurantes estaban repletas de gente. Se oía por todos lados ese atractivo murmullo
que la gente produce con su parloteo y risas de alegre satisfacción, un griterío que yo ahora encontraba sumamente agradable. Sin especial
propósito, eché algunas furtivas miradas a las terrazas que veía más repletas de gente. Así, a simple vista, todo el mundo que abarrotaba
sus mesas se les veía relajados y felices. Algunas parejas que iban y venían, evidentemente ajenos a su entorno, embebidos en su posibles
deseos se tropezaban conmigo, más bien con mi caballete, o pasaban de largo sin decir nada, o reían sin darle ninguna importancia. A mis
ojos, ahora resultaba bastante irreal todo este bullicio.