— Parece que esta vez te libras de nosotros, ¡eh! Lástima porque aquí tendrías todo el tiempo para pintar, se precipitó
para decir su compañero riendo su propia gracia mientras permitía que yo me situara entre ellos en el pasillo.
Yo, ya experimentado en el alcance que pueden tener las bromas policiales, permanecí serio cuidándome de no entrar en ese aparente buen humor de los
que, considerándote sospechoso de cualquier cosa, enseguida pueden mostrarse bastante desagradables. Sin siquiera abrir la boca yo les seguí dócilmente
por varios pasillos hasta que nos detuvimos ante una puerta que el más gracioso de mis acompañantes, abrió sin llamar. Apresuradamente se apartó a un
lado para dejarme pasar conduciéndome en dos zancadas hasta dejarme sólo ante una mesa de despacho. Enseguida reconocí, sentado al otro lado, al mismo
señor que yo había bautizado ya como el policía del pelo blanco. Ahora, al verlo allí sentado, aparentemente tranquilo y sin la presencia de aquellos
jóvenes testigos que tanto ocuparan su atención durante aquella primera entrevista, me pareció ser el típico maestro de escuela que, a punto de jubilarse,
se toma las cosas con calma. La verdad es que, al interpretar la mirada con la que me indicó que me sentara, me asaltó un sentimiento casi de compasión,
pues pude leer en ella esa resignación del que ya sabe que todo es efímero.
Cumpliendo la orden recibida, me senté sin decir nada, pues la experiencia adquirida desde que me habían detenido, sobre todo, tras la truncada
amistad con uno de los policías, me aconsejaba no dejarme llevar por mis sentimientos. Todavía sonaban en mis oídos los gritos que me había
dirigido después aquél que yo llegué a considerar como amigo… ¡Hasta me había llamado criminal una de las veces!
— Puede recoger sus cosas, oí que me decía ahora “pelo blanco” apartando de mí todos estos negros pensamientos. Con inesperada afabilidad
en sus ojos me indicaba el rincón en donde vi, prolijamente reunidos, todos mis bártulos.
— Al salir, ya le indicarán dónde puede recoger sus efectos personales, oí que me decía mientras yo, aturdido y emocionado, sintiendo ya la
inexplicable sensación de bienestar que me proporcionaba sentir mi caballete en mis manos, no sabía qué hacer, ni qué decir. Fue el policía
que me había conducido hasta allí el que se acercó a mi para decirme que le siguiera. Puede que, por simpatía, o por sentirse obligado a
darme alguna explicación, ¡o cualquiera sabe por qué!, el caso es que, mientras nos dirigíamos a la ventanilla en donde me entregarían
mis pertenencias, brevemente me fue diciendo que, durante el tiempo que me habían tenido recluido allí, habían encontrado algunos de
los culpables de la trama.
— ¡Bueno, casi seguro que lo son! Llevamos mucho tiempo vigilando aquellas terrazas… Usted apareció y ya conoce el resto. Un repentino
carraspeo le sirvió para interrumpir bruscamente sus explicaciones, y a modo de despedida, añadió que todo había sido una serie de casualidades.