Ahora, en el silencio del calabozo, todas estas escenas vividas se sucedían en mi cabeza de manera desordenada, clasificándolas
mayormente por su valor emocional. No estaba muy seguro, pero tenía la sensación de que, en unos segundos, todo había cambiado, ya que,
menos el imperturbable policía que me había conducido de nuevo al calabozo, todos los demás ya se dirigían a mí con cierta consideración.
Quizá este cambio se debiera a que, según había comprendido yo a través del interrogatorio al que habían sometido a la pareja de drogatas,
según ciertos detalles de sus confesiones, permitía sospechar que, precisamente, el sospechoso era un policía de un departamento del extrarradio.
Un joven agente que, no sólo frecuentaba aquellas terrazas de Montmartre, sino que, además, físicamente se parecía a mí. Luego ya todo
fueron conjeturas que, aunque el del pelo blanco era bastante discreto, atento como estaba yo a todo lo que se decía, pude comprender
que, en esta trama de tráfico de droga, también podía estar involucrado el hijo del dueño de aquella cafetería.
Cómo lloraba la pobre chica cuando la amenazaban con inculparla a ella si no decía todo lo que sabía. Bajo la influencia de alguna substancia, más la
emoción que sentía por saberse pillada en sus mentiras, en vez de expresarse con palabras, emitía una especie de ridículos gorjeos que, en otras
circunstancias, me hubieran provocado la risa.
Como si acabara de descalzarme de unos zapatos de una talla menor a la adecuada, y respirando bienestar, me tumbé en aquel camastro dispuesto a cumplir con
lo que mejor que yo había aprendido a hacer, esperar. Esto era lo único que había hecho desde que, esa misma mañana, tuviera la estúpida ocurrencia de
sentarme en un aparentemente anodino silloncito de una terraza para tomar un café con leche.
No pasó mucho tiempo, hasta oír pasos y voces en el estrecho pasillo que conducía a donde yo estaba encerrado. Enseguida pude ver dos mocetones que, sin
escatimar su joven energía, mientras procedían a abrirme la puerta de la estancia en la que yo me encontraba, me interpelaban con evidente buen humor.
— ¡Eh, el pintor!, me dijo uno de ellos con cierta simpatía. Claro que yo, mosqueado ya por lo que me había sucedido con aquel otro
policía que casi había estimado casi como un amigo, permanecí impasible.