En seguida me incorporé bruscamente del camastro. Sobresaltado y sin ser muy consciente de lo que hacía, salí de aquel recinto pasando
nerviosamente por delante del policía que me mantenía la puerta abierta. Me sentía ligero, como si mi cuerpo hubiera perdido la mitad
de su peso durante el tiempo que había permanecido en aquel cuartucho.
No me pareció reconocer a este policía, de todas maneras, por la actitud y su agria manera de dirigirse a mí, podía ser cualquiera de los que ya había
tenido el disgusto de conocer. Fuertemente sujeto por él, que no había escatimado esfuerzos para mostrarme su antipatía al ponerme las esposas,
me dejé guiar nuevamente a través de algunos pasillos hasta llegar ante una puerta entreabierta ante la cual nos detuvimos en seco.
— ¡Pasa!, me dijo escuetamente dándome un ligero empujón tras abrirme completamente la puerta.
Nada más entrar en esta habitación, lo primero que vieron mis ojos fue el caballete; estaba en el suelo y, completamente abierto, mostraba todo su contenido.
— ¡Mis pinceles buenos!, exclamé indignado, al ver mis preciosas herramientas de trabajo desparramadas por el suelo expuestas a que alguien las pisara.
Instintivamente me abalancé con la intención de recogerlas, pero el fuerte tirón que mi guardián dio a uno de mis brazos me lo impidió. Aunque casi
se me saltaron las lágrimas, no tanto por el dolor sentido en mis muñecas, sino por el que me causaba ver mi caballete violentado y mis cosas
desparramadas en el suelo, dócil como un muñeco de trapo me dejé llevar hasta una silla en la que me hicieron sentarme unos policías que ya
estaban allí. Fue en ese momento que me di cuenta de que estaba en una habitación distinta a la que yo ya conocía.
— ¡Es él, es él!, oí que gritaba alguien desde un ángulo de aquella sala. Enseguida dirigí mi mirada hacia aquel lugar para ver sentados delante
de una mesa de despacho, un chico y una chica que me miraban fijamente, sobre todo ella que, además de mirarme fijamente, me apuntaba con su tembloroso dedo.
Sin ser un “águila” en estos asuntos, enseguida comprendí que se trataba de dos pobres drogatas que, según su indumentaria, parecían vivir en
un siglo equivocado. Sobre todo, la joven que tan insistentemente me apuntaba con el dedo pues, de haber permanecido inmóvil, hubiera pasado
por ser una muñeca maniquí exponente de la moda Hippy.
— ¡Es él! ¿Verdad Lulú?, decía hipando bobaliconamente dándole codazos a un joven de su mismo corte que parecía estar en cualquier sitio menos
en aquel lugar. Evidentemente somnoliento, al sentir los codazos que le propinaba su compañera, se limitó a encogerse de hombros sin dar
muestras de salir completamente de lo que parecía ser un beatífico sueño.
— ¿Estás segura?, le preguntaba a la chica con aire escéptico un señor de pelo blanco que se hallaba al otro lado de la mesa.
Yo, vencido el asombro que me había ocasionado lo que había visto y oído nada más pisar aquella estancia, miraba la escena que me ofrecían, por un
lado, unos peculiares jóvenes totalmente despatarrados en dos viejos sillones, y al otro lado de una enorme mesa de despacho, un señor de cierta edad
que se limitaba, quizá para calmar su impaciencia, a teclear con los dedos sobre la superficie de la que parecía ser una carpeta.