logo

El Café - 17


Como nada más entrar en aquel maloliente despacho, mis compañeros de viaje, junto a otros policías que ya estaba allí, sin quitarme las esposas me habían sentado rápidamente en una silla, poco podía hacer que no fuera reflexionar y observar a mi alrededor. Ahora veía a mis compañeros de viaje que dándome la sensación de haber olvidado mi presencia hablaban con los otros policías en la cercanías de la puerta de entrada. Al mirarlos desde otra perspectiva daban la impresión de ser gente normal, hasta juzgando su comportamiento con sus compañeros, parecían simpáticos. Desde luego, no parecían ser aquéllos que solamente hacía unos minutos, con una desconcertante prisa, y casi sin dejarme poner los pies en el suelo, me habían hecho sobrevolar un verdadero laberinto de escaleras y pasillos, hasta sentarme allí.


el café



Aunque desde que me habían detenido, nunca había estado rodeado de tantos policías, o lo que fueran aquellos individuos, era la primera vez que yo me sentía solo. Y aunque mi cabeza no conseguía asimilar con la celeridad adecuada todo lo que me estaba sucediendo, algo me decía en mi interior que, si estaba allí, sentado y esposado en calidad de detenido, sería por alguna razón, me preguntaba yo ahora más razonable y con mucha más calma. Ya no me sentía como cuando me pusieron la mano encima en la terraza del café que, por un momento, me había sentido culpable sin saber por qué. Desde luego que, tras el trayecto, que ayudó a confirmar esa impresión, cuando llegué al cuartel general de la policía y experimenté la acogida que tuvo mi presencia ya me sentía un verdadero delincuente. Ahora viéndome allí sentado, tieso como un palo, esposado y rodeado de cinco o seis policías que, aunque parecían muy entretenidos con sus diálogos, no me quitaban ojo, estaba convencido de ser el enemigo público número uno dispuesto a confesar todos mis fechorías. ¡Ya les iba a demostrar yo que no se había tomado tanto trabajo para nada! No sabría decir por qué, pero por delirante que parezca, sentía cierto placer al pensar que se callarían de inmediato si yo empezaba a hablar. — ¡Por favor!, ¿me pueden decir por qué me han traído aquí?, pregunté con sorprendente energía cuidando de no fijar la vista en ningún sitio preciso, sobre todo, de no cruzar mi mirada con el que, desde que se abalanzó sobre mí en la terraza, se comportaba como el policía malo. De reojo veía que al escuchar mi voz me observaba con suma atención. — ¡Mi caballete…, no veo mi caballete!, exclamé con fuerza sorprendiéndome a mí mismo por mi temeridad.


juanito el divino
El caballete El caballete El caballete El caballete El caballete