¡A saber qué es lo que habrá hecho!, pensé que dirían los que me apercibían a través de las ventanillas del coche parado en algún semáforo,
viéndome vestido de paramilitar con mi boina a lo “Che Guevara” y todo.
Tengo que reconocer que, en aquel momento, casi me sentía culpable. Pero ¡culpable de qué!, me preguntaba yo como si me despertara de un mal sueño.
“Sin duda debes de haber hecho algo muy malo para que se tomen tanta molestia por ti”, me decía mi conciencia dispuesta, como siempre,
a complicarme la vida. Pero ¿qué es lo que he hecho?, me preguntaba yo pasando una rápida revista a mi comportamiento desde que salí de
mi estudio a pasear. La verdad es que, a veces es tan difícil no sentirse culpable de algo, que es mejor no hacerse tal pregunta, pensé
enseguida con toda la sensatez de la que era capaz en ese momento. No obstante, aunque algo torpemente, traté de remontarme en el tiempo
buscando desesperadamente alguna posible falta condenable. No pude, o no quise concentrarme lo suficiente para encontrarla, ya que,
en ese preciso momento, el conductor del automóvil, que más bien parecía un piloto de Rallye impaciente por llegar a su destino,
viendo que unos cuantos coches le impedían continuar a la velocidad deseada, había conectado la sirena. Este ruido ensordecedor,
oyéndolo desde el interior del coche, aparte de desagradable, a mí me resultaba inquietante, sin embargo, daba gusto ver cómo se
apartaban los coches dócilmente y sin protestar lo más mínimo. Tengo que confesar que, en cierto modo, casi empezaba a gustarme
todo este ajetreo, pues no sólo hacía que me sintiera importante, sino que hasta empezaba sentir cierto picorcillo de satisfacción.
¡Es increíble dónde el ser humano consigue encontrar placer!, pensé en un fugaz instante de lucidez.
Persuadido de mi protagonismo y casi disfrutando de la complicada situación en la que me hallaba, ni siquiera había notado que el
coche se había detenido frete a un gran edificio de la isla de la Cité, en medio del Sena.
La verdad es que mi cabeza, totalmente obnubilada y entretenida en saborear con exquisita fruición todos los detalles de mi viaje,
no se había percatado de que ya habíamos llegado al centro policial.
Ni siquiera estaba lo suficientemente lúcido para poder dejar grabado en mis recuerdos lo que sucedió a partir de ese momento.
Sólo recuerdo algunos detalles de lo que me fue aconteciendo nada más bajar del coche. Fuertemente ayudado por mis compañeros de
viaje, me vi bajando y subiendo escaleras hasta, tras recorrer algún que otro pasillo, hallarme de sopetón en un indescriptible
cuartucho que a mí me pareció un antiguo despacho. Desde luego no se parecía a los de las series policiacas que yo solía ver en la televisión.
Quizá porque en la ficción no se apreciaba el olor tan particular que se respiraba allí. No me gustó, y eso que yo ya estaba acostumbrado a los
peculiares ambientes que se encuentran en los estudios de mis compañeros de profesión, algunos simples habitaciones de no más de quince metros
en donde trabajaban, cocinaban y dormían.