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El Café - 15


No es que yo prestara mucha atención al itinerario que habíamos tomado, todavía bajo el choque emocional que ocupaba todos mis sentidos, no estaba yo para estas cosas, pero sí para apreciar que recorríamos las calles como si fuéramos a apagar un fuego. El ruido del motor, acelerado hasta el máximo, me atronaba los oídos de una manera muy particular, posiblemente mi estado emocional servía de amplificador impidiéndome oír otra cosa. La verdad era que, con la sorpresa que me había ocasionado su brusca detención, sobre todo la alucinante velocidad con la que se había desarrollado todo, salvo algunas esporádicas exclamaciones, yo aún no había podido articular alguna frase coherente, quizá por este motivo me sorprendió oírme preguntar, con una voz que en principio dudaba de si era la mía, por mi caballete. — ¡El caballete! ¡Me he dejado el caballete!, las pinturas, los pinceles… No sé si dije algo más, pues con el cerebro embotado y la mirada perdida en cualquiera sabe dónde, continué balbuciendo palabras con una voz que la iba encontrando tan extraña que ya ni siquiera me parecía la mía. — ¡Ah! ¿Preguntas por el caballete, como si eso fuera tu única preocupación? Encima te quieres cachondear de nosotros, ¿eh? Ya te vamos a dar a ti caballete, me dijo como si me lanzara una ráfaga de metralleta el energúmeno que tenía a mi derecha. Al hablar se acercó tanto a mí, que consiguió que su alcantarillado aliento me hiriera más que sus amenazadoras palabras. Instintivamente, tratando de esquivar la fétida contaminación que de pronto se extendió en mi entorno giré la cabeza hacia el policía que tenía a mi izquierda. Ahora, al observarlo más detenidamente, me llamó particularmente la atención ya que, por la expresión que parecía tallada en su cuarteado rostro, hubiera pasado fácilmente por ser el malo de las películas. Ni que decir tiene que en esos momentos yo no estaba precisamente para hacer valoraciones de ningún tipo y aún menos si éstas eran pretendidamente chistosas. Los sorprendentes acontecimientos que estaba viviendo, me tenían en un estado entre gelatinoso y gaseoso. Miraba sin ver, pensaba como si estuviera metido en el cuerpo de un desconocido, y tenía la incómoda sensación de flotar en una dimensión desconocida.


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. Mi dosis de entereza, que yo siempre había creído de un buen nivel, parecía reducida a mínimos. Quizá mi inclinación por vestir ropa militar era un reflejo de mi poca o nula agresividad. Ahora comprendía perfectamente aquello de que “el hábito no hace al monje”. Con la mente hecha un potaje de preguntas, miraba a través de las ventanillas del coche y lo que veía estaba como desdibujado. Ahora ya enfilando por calles más amplias, y algo más frecuentadas, me hacía ver grupitos de turistas. ¿Por qué los japoneses siempre van en grupo? me preguntaba yo sin ton ni son. No cabía duda de que mi cabeza no funcionaba correctamente, admití, ya que, pensar en esos momentos en cuáles son los motivos que empujan a los asiáticos a hacer fotos de todo, en vez de preocuparme por mi dramática situación, no tenía mucho sentido.


juanito el divino
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