— Yo, en cambio, me quedé. Fingiendo una calma que estaba muy lejos de sentir me dispuse a tomar mi segundo café.
Ahora sentado correctamente, le puse el correspondiente terrón de azúcar y lo revolví lentamente, manejando la
cucharilla con cierto sibaritismo como si ya estuviera saboreándolo a través de su penetrante aroma que ahora
sí me apetecía. Ya iba a llevarme
la taza con el humeante liquido a los labios cuando, sin saber cómo ni por qué, y, sobre todo, por dónde habían
llegado hasta mi mesa, tres fornidos gigantones se abalanzaron sobre mí, inmovilizándome completamente en la silla.
Como consecuencia de esta inesperada operación, una vez más volví a derramar liquido en mi sahariana,
ahora con taza incluida, y todo ello, a causa del tremendo zarandeo que tuve que soportar de aquellos desconocidos,
La verdad es que, todavía sin saber lo que era lo que me estaba sucediendo y, por supuesto, sin tener tiempo ni
deseos de ofrecer resistencia alguna a mis decididos asaltantes, en un abrir y cerrar de ojos, me encontré esposado
y con las manos en la espalda, cacheado desde la cabeza a los pies y sentado en la parte trasera de un coche
de policía entre dos agentes con cara de pocos amigos.
Si todo este episodio había transcurrido con la celeridad de un ejercicio de prestidigitación, al menos así me lo pareció a
mí, la súbita aparición del coche celular al mismo pie de la solitaria terraza fue un verdadero juego de magia. Aún sentía
a través de la tela de mi camiseta el calor del café vertido en ella, que ya me encontraba viajando con cierta celeridad en
medio de mis más que convincentes acompañantes que sin decir nada mostraban un incomprensible gesto de cabreo.