Tras hacer estas reflexiones, me quedé pensativo sin poder fijar algún punto de referencia en mis ideas. Inconscientemente dejé que mis dedos acariciaran
las cortantes aristas del troquelado plástico de las patas del silloncito en el que estaba cómodamente arrellanado. En el esfuerzo que estaba realizando
para cambiar la dirección de mis últimas elucubraciones hacia temas menos comprometedores, me dio por valorar lo útil y práctico que resulta la nueva
ebanistería.
— Claro que, ¡qué diferencia!, exclamé decepcionado volviendo a pasar mis dedos por el frio plástico pensando en la agradable sensación que recibiría
si estuviera acariciando una pata de madera. Luego, como suele suceder tras haber estado pensado intensamente en muchas cosas dispares, me quedé con
la mente en blanco. Fue con la mirada fija en alguna parte que, como si sufriera un tic nervioso durante ese vacío intelectual, volví a pasar mis
dedos una y otra vez a lo largo de las patas traseras de aquel silloncito. A intervalos, lo hacía por la parte exterior y después por el hueco
interior. Una de las veces, en la que sin darme cuenta introduje más profundamente mi mano en la parte baja del asiento, noté que mis dedos tocaban
algo extraño, algo pegajoso que desde luego no tenía que estar ahí. Mi reacción fue como si de repente hubiese recibido una descarga eléctrica que,
además de hacerme retirar mi mano rápidamente, me sacó bruscamente del dulce letargo en el que parecía estar flotando. Ya completamente despierto,
enseguida pensé que sería un chicle pegado, pero enseguida deduje que lo que mi mano había tocado era algo más que un simple chicle. No sabría
definir lo que sentía en ese momento. Parecía que empezaba a deslizarme por un lugar desconocido. Por una de esas vías que inesperadamente
aparecen en nuestro camino para guiar caprichosamente nuestra trayectoria sin que podamos impedirlo. Instintivamente miré en dirección del
camarero que, en esos instantes, lejos de seguir en el lugar acostumbrado, parecía estar muy entretenido observando cómo algunas palomas
revoloteaban entre las mesas y sillas del otro lado de la terraza.
Sin dejar de observarlo hice como si me recostara aún más en mi asiento mientras lentamente iba deslizando mi mano hacia el interior del hueco de la pata
en la que acaba de encontrar lo que entonces me había parecido un chicle pegado. Tuve que vencer cierta repulsión para tocar, ahora voluntariamente, esa
cosa pegajosa. Enseguida comprendí que se trataba de una substancia adhesiva que sujetaba algo que yo comenzaba a rozar con la punta de mis dedos. Haciendo
un pequeño esfuerzo despegué lo que me pareció ser un paquetito. Sin verlo todavía me pareció que era como una especie de sobre de recio papel que contenía
algo en su interior. Sumamente concentrado en identificar con mis dedos tan sorprendente hallazgo, dejé mi mirada suspendida en dirección del camarero.
El caso es que no había acabado de recorrer toda la superficie de lo que ya estaba seguro de que era un sobre, que nuestras miradas se cruzaron. Entre
sorprendido y asustado sin saber el por qué, retiré rápidamente mi mano de debajo del asiento dejando mi hallazgo pegado en el mismo sitio que lo había
encontrado. Claro que, nervioso como estaba, mi reacción fue tan violenta que mis dedos al chocar con el borde de la mesa casi hicieron caer la jarrita
que todavía contenía algo de agua. La verdad es que si no llegó a caer fue porque, a pesar del agudo dolor que sentía en los dedos, logré atraparla casi al vuelo.