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El Café - 09


Yo no siempre estaba de acuerdo con lo que decía mi estrafalario amigo, y no sólo porque nunca pude aceptar que se expresara siempre a base de mensajes encriptados, sino por su costumbre de dirigirse a mí adoptando unos aires de superioridad que me sacaba de quicio. La verdad es que, para mí, sólo era un pobre tipo, tan mediocre como pintor que como persona. Pedigüeño y vago, disfrazaba su fracaso en casi todos los órdenes de la vida con su pícara falsa bohemia. Además, con su filosofía de taberna en la que él se apoyaba para dar consejos a todo el que se cruzara en su camino, solía ganarse, cuando menos, la admiración de los más simples. No obstante, yo reconocía que no era ningún tonto pues, además de poseer cierta habilidad para salir airoso de cualquier dialogo, lo que decía, incluso cuando estaba a medio camino de sus acostumbradas borracheras, invitaba a la reflexión. “La verdadera felicidad es aquélla que nos encontramos casualmente, sin ir montados en ninguno de esos “vehículos” que parecen tener por única misión llevarnos a ella”, decía como si, así, desvelase algo muy valioso. Luego solía respirar con tanta satisfacción, que parecía salir del entramado de su pecho el sonido un sonido, similar al de una tetera en ebullición. — ¡Inenarrable Pierre!, me dije casi en voz alta ya que nadie podía escucharme, ni siquiera el camarero que seguía en el quicio de la puerta del local como un soldado haciendo guardia en su garita. ¡Tengo que reconocer que, a veces, tiene razón, por lo menos en lo que dice respecto a la felicidad!, me dije pensando lo acertada que era mi opinión sobre los comentarios de mi amigo Pierre. Es cierto que para vivir angustiado no hace falta esforzarse mucho, las insatisfacciones vienen solitas, sin embargo, para ser medianamente feliz, hay que trabajárselo bastante


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Quizá obedeciendo al reflejo que provocaban en mí mis propias palabras, me acomodé en el asiento ostentosamente hasta creer haber conseguido la postura del hombre feliz que, sentado en la terraza de un bar en un magnífico día, es consciente de estar disfrutando esa felicidad que todo el mundo busca y que muy pocos encuentran. Adaptando mi semblante a esa felicidad que me empeñaba en aparentar, estiré las piernas todo lo que pude, arrellanándome después con evidente voluptuosidad en el silloncito de plástico blanco en el que parecía haber encontrado el asiento ideal. Entornando ligeramente los ojos, respiré profundamente hasta llenar mis pulmones de aire. Rápidamente me arrepentí de tal acción ya que enseguida noté en mi boca ese característico regustillo de humanidad fermentada que parece estar impregnando el aire de las grandes ciudades. Rápidamente, para paliarlo, decidí beber un trago de agua sin considerar que mi inclinada postura no era la más adecuada para beber de un vaso. Cuando, por fin, después de doblar el cuello al máximo, lo conseguí acercar a mis labios, tuve que conformarme con saborear el poco líquido que no llegó a inundar mi pechera. Como si fuera consciente de que alguien pudiera estar observándome fingí una indolente actitud permaneciendo como el que está disfrutando de la vida y no deja que nada ni nadie le perturbe. Manteniendo mi postura, puse en la mesa el chorreante vaso y, displicentemente, comencé a sacudir el agua que todavía no había conseguido absorber mi flamante sahariana de corte militar modelo camuflaje.


juanito el divino
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