Para disimular mi creciente aburrimiento, y para evitar volver a caer de nuevo en mis acostumbradas divagaciones filosóficas, una vez que hube terminado de beber
mi café, para entretenerme me dispuse a observar a mí alrededor. La paz que se respiraba en aquella plaza y el agradable calorcito que transportaba ya la pequeña
brisa matinal, me hicieron experimentar una fuerte sensación de bienestar. Fue así como, sin proponérmelo seriamente, comencé a hacer un pequeño balance de mi
vida, especialmente la de los últimos meses. Aunque, sin vanidosos triunfalismos, no tuve inconveniente en reconocer que todo me iba bastante bien, sobre todo,
en lo económico. Sin poder decir que nadaba en la abundancia, podía presumir de que, no sólo no carecía de nada, sino que hasta tenía algunos ahorrillos.
La verdad es que ésta era la primera vez en mi vida que podía decir que no tenía problemas de ninguna clase, ni siquiera uno de esos pequeños conflictos
emocionales que, de tanto en tanto, hacía que sucumbiera a ciertos pesimismos.
Fue al reconocer que gozaba de todo lo que se considera necesario para ser feliz que experimenté sensaciones de inquietud, incluso de miedo, ya que según había
escuchado decir infinidad de veces, “es el reconocimiento de la felicidad lo que automáticamente nos aleja de ella”. Claro que, en mi caso, me apresuré a
puntualizar, esa felicidad que tan precipitadamente me había adjudicado, no era más que una de mis numerosas fantasías.
“La felicidad, no solamente es indescriptible, sino que, además, carece de presente y de futuro, ya que es en el pasado que puede mostrar su controvertida
existencia”, recordaba haber leído en alguna parte.
—¡Ahhh!, la felicidad, suspiré ruidosamente sin importarme que me oyera el camarero. ¿Será esa meta tan ilusoria que los humanos nos hemos inventado
para que nos sirva de aliciente y faro para poder navegar a través de las profundas tinieblas de la existencia?, me pregunté a mí mismo, pensando
que lo que invocaba era tan sumamente abstracto que no podía tener alguna respuesta medianamente coherente.
“La idea de la felicidad equivale al potente motor de un coche que sirve para llevarnos a un lugar determinado, pero que resultaría inútil si estuviéramos
seguros de haber llegado ya”, me decía en algunas ocasiones mi amigo Pierre con ese “tonillo” tan peculiar que suelen utilizar los que presumen de estar ya de vuelta de todo.