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El Café - 07


—De todas maneras, ¿qué es lo que llamamos realidad? ¿Es que hay alguien que pueda afirmar seriamente que sabe en qué consiste? ¡Si ni siquiera podemos demostrar fehacientemente nuestra existencia!, me dije pensando que quizá estemos totalmente equivocados en todo. ¿Y si todo fuera una gran mentira?, me pregunté de sopetón. No sólo en lo concerniente a lo que solemos admitir como realidad, sino a la propia existencia. ¿Y si todo sólo fuera una especie de ensoñación colectiva sin posibilidad de contrastar?, volví a preguntarme sin tener en cuenta el alcance que podían tener tales dudas. Como mínimo deberíamos contemplar esta posibilidad antes de lanzarnos inocentemente a creer que somos, poco menos que “los reyes del mambo”, en este idealizado corralito del que no podemos estar seguros de saber absolutamente nada. De repente recordé lo que decía uno de mis profesores de arte sobre las diferentes valoraciones estéticas que hacíamos los alumnos sobre la misma obra pictórica. —“Ya está demostrado, decía él con aplomo de sabio, que físicamente nadie es igual a otro, y debido a esa diferencia, nadie puede apreciar, ni ver, ni sentir nada como los demás. Esto hace que, frente al mismo cuadro, independientemente de la particular visión que ofrecen los conocimiento o los personales gustos de cada uno, todos vemos un cuadro diferente”. Una desagradable sensación de que algo oscuro se movía a mi alrededor me hizo salir bruscamente de mis pensamientos. Enseguida reconocí que era el negro uniforme del camarero que en ese momento revoloteaba alrededor de mi mesa depositando en ella con una más que dudosa destreza, junto a una jarrita de agua y su correspondiente vasito, el café con leche que le había solicitado unos minutos antes. Luego, poniéndose la sobada bandeja debajo del brazo, sin decir palabra alguna, corrió hacia la entrada del local.


el café



Algo había en el rígido comportamiento de aquel muchacho que empezaba a despertar mí curiosidad. En cierto modo, me recordaba a los militares de las viejas películas mudas. Así que, como yo no tenía otra cosa que hacer, me dediqué a observar sus movimientos con todo el disimulo del que soy capaz. Fue así como vi que, después de haber dejado a su paso la bandeja en una de las mesas, se había situado en el quicio de la puerta del bar en donde enseguida se quedó inmóvil. No sabría decir por qué, quizá por su rara conducta, o por el tamaño y la forma tan peculiar de su cabeza, el caso es que me hizo pensar en una de esas famosas estatuas de la isla de Pascua. Con su mirada clavada en el infinito, parecía un Mohair al que unos gamberros después de haberle pintado enteramente de negro le hubieran añadido un grotesco bigote y una ridícula pajarita. De todas maneras, resultara, o no, una extravagante estatua, pronto dejó de tener interés para mí. Claro que, sin nadie a mi alrededor a quien poder observar y criticar, enseguida pude apreciar lo insulsa que puede resultar una terraza de café vacía estando solo.


juanito el divino
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